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La ciencia de Sor Juana Inés

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de física atómica molecular y nuclear, universidad de sevilla

Una compañera mía tiene el loable empeño de reivindicar el papel de las mujeres en el desarrollo de la ciencia. Me hace partícipe de muchas de sus cuitas y hace poco sostuvo que a Sor Juana Inés de la Cruz había que incluirla en la historia de la ciencia. Su gran cultura y, sobre todo, su vehemencia, me hicieron ser prudente antes de mostrar mi escepticismo, el cual era más bien ignorancia.

Huí cobardemente de la borrasca y refresqué datos sobre la excelsa monja de la Nueva España barroca: había sido hija ilegítima de una criolla y un capitán español; fue niña prodigio mimada de marquesas y virreinas; ingresó en las carmelitas descalzas y huyó del rigor de éstas para hacerse jerónima, orden que le permitía vivir en una espaciosa e iluminada celda doble con criada. Leí sus poemas galanes y, esquivando al reaccionario Menéndez Pelayo para dejarme llevar por Octavio Paz, entreví su supuesta homosexualidad. Todo lo anterior, unido a la confirmación de mi sospecha de que no había aportado nada a la ciencia, me llenó de regocijo porque anunciaba una enjundiosa disputa con mi colega. Pero descubrí otras cosas.

Sor Juana se atrevió a criticar, con tanto rigor como osadía intelectual, al célebre confesor de Cristina de Suecia, el afamado Antonio de Vieyra. Sobre "las finezas de Cristo" que alababa el jesuita, la díscola monja sostenía que los mayores beneficios de Dios son negativos: "Premiar es beneficio, castigar es beneficio y suspender los beneficios es el mayor beneficio; y el no hacer finezas la mayor fineza". En una monja más preocupada por saber que por salvarse, esta idea corría el riesgo de ser juzgada por la Inquisición como algo más que una sutileza teológica. Mi simpatía por Sor Juana Inés se ensanchó al leer: "Soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone. No pude. Desengañada, amaneció; y desperté". La delicia me embargó al leer los secretos naturales que había descubierto guisando, así como su estudio de las curvas que describía un trompo en una mesa con harina. Sus lamentos eran amargos: "¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina?". A Sor Juana Inés le prohibieron escribir y desalojaron su celda de libros y de los pobres instrumentos científicos que había logrado reunir. "...Y así no puedo decir lo que con envidia oigo a otros: que no les ha costado afán el saber. ¡Dichosos ellos! A mí, no el saber (que aún no sé), sólo el desear saber me le ha costado tan grande (...). ¡Y que haya sido tal esta mi negra inclinación, que todo lo haya vencido!". Mi amiga tenía razón, alguien con tanto amor al saber, que sufrió la doble soledad de la conciencia y la de mujer, debe estar en la historia de la ciencia. Sor Juana Inés de la Cruz murió a los 44 años en el del Señor de 1695.

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