Desde que Xavier Sardá pronunciara aquello de "telebasura, tu puta madre", en su tribuna de Crónicas Marcianas, allá por los primeros 2000, la televisión en España ha ido debatiéndose entre el entretenimiento antivalores, la monda de patata colgando del contenedor de residuos orgánicos, el condón usado, los realities donde se premia la mezquindad y la ignorancia, frente a la menospreciada responsabilidad de entrar en todos los hogares y saber que, con únicamente tres minutos, han creado mucha más opinión pública que la prensa o la radio. Quizá ahora las redes sociales estén batallándole a la televisión ese pódium pero ese, es otro tema.
Cuentan quienes, en la confianza sagrada del despacho, escucharon hablar de programación a Paolo Vasile, el consejero delegado de Mediaset durante treinta años, que se refería a su millonaria audiencia -mayoritariamente femenina- como "tromboflebíticas" y que lo que tenía que hacer una televisión era ganar dinero y dejarse de dar lecciones. "Al público no hay que mejorarlo ni educarlo, solo quererlo", decía. Como ese refrán tan tóxico que nos recordaba que quien bien nos quería nos haría llorar.
Basta un poquito de perspectiva para entender cuándo se encendió la mecha de este reguero de pólvora que, para sorpresa de nadie, nos ha estallado en la cara convertido en un tribunal inquisitorial donde personas como Griso, Quintana, Motos y García Ferreras, entre otros, aparecen todos los días en la pantalla diciéndole a la gente que lo que han votado es malo, que la democracia no es buena si no ganan los suyos, que los pactos no son positivos si no son con ellos y haciéndoles creer que España es un país enfermo de progresismo -las hay que lo llaman comunismo- donde solo queremos trabajar menos, cobrar más, pagar menos por las cosas, explotar al empresario, eludir las responsabilidades, drogarnos, robar, okupar y follar. Si puede ser en una orgía en el Viña Rock, mejor. Es tan delirante todo que incluso un señor que supuestamente hablaba de fenómenos paranormales como es Iker Jiménez, de repente sintiera un impulso incontrolable, como si le hubiese poseído el mismísimo espíritu de Manuel Fraga, de hablar de lo malo que era el Gobierno votado en las urnas y haciendo verdaderas piruetas para relacionarlo con ruinosas teorías de la conspiración.
¿Tenemos la televisión que nos merecemos? Si nos ceñimos a las audiencias, sí. Otra cosa es que la manera de medir las audiencias nos parezca la más honesta, pero ese, otra vez, es otro tema. Llegados a este punto debemos asumir, y cuanto antes lo hagamos mejor, que las empresas privadas, sea en el sector que sea, solo quieren ganar dinero, como muy bien apuntó Vasile. No les preocupa su salud, ni su educación, ni su bienestar, ni su información, ni sus derechos. Solo quieren ganar dinero. Fingen, por ejemplo, con campañas de proyección social, estar concienciadas con el medio ambiente, con un buen uso de las redes sociales o con la protección a la infancia. Usan a los rostros de la cadena para protagonizar un breve anuncio que irá mezclado entre publicidad de alarmas para el hogar (que hay mucho okupa) y casas de apuestas (que hay mucha precariedad creyendo que, lo mismo, apostando le cambia la suerte). No están aquí para educarte, ni para echarte sermones, como dijo el padre de todo esto. Ven educado de casa. Las televisiones bastante tienen con entretenerte.
Una mujer, referente periodístico, como Rosa María Calaf explica que la gente cree que está informada pero que solo está entretenida. Es un entretenimiento sedación. Guerras, precariedad, injusticias, corrupción, apaciguadas con programas que, a lo Pilatos, se lavan las manos cuando se les señala y critica por los valores que transmiten. Pero, ¿tienen ellos la obligación de difundir buenos valores para una sociedad de progreso, justa, solidaria, empática, o somos nosotros, como consumidores, quienes tenemos que elegir mejor nuestro entretenimiento y ser capaces de detectar cuándo se nos está comunicando un mensaje tóxico? De una manera rotunda, puede que ninguna de las dos. Todos sabemos que el azúcar o el alcohol son nocivos para la salud, pero, irremediablemente, acudiremos al donut y a la cerveza aún sabiendo que no es buena idea. Con la tele nos sucede igual.
Siento, y esto es lo que me preocupa, que la televisión generalista en España es, cada vez, menos plural y diversa. Cada vez es más homogénea. Y eso dilapida su enorme potencial divulgativo. A diferencia de la prensa o la radio, donde generalmente se crean comunidades de lectores y oyentes que no suelen hacer zapping entre emisoras ni leer varias cabeceras, la televisión tiene el gran atractivo de tener una audiencia infiel, en el mejor sentido de la palabra. Los telespectadores hacen zapeo cuando llega la publicidad, cuando el contenido no les atrapa o no les interesa. Y lo que sucede es que no se encuentran algo diferente en otra parte. El negocio uniforma. Repetir la fórmula hasta que otra audiencia millonaria indique el formato a copiar.
Por eso necesitamos una televisión pública que pueda ser la referencia frente al estricto negocio. Este ha sido un debate serio en los medios de televisión públicos desde hace décadas. O protegerlos de los intereses mercantiles y marcar un libro de estilo que priorice la transmisión de valores, de sentido crítico, de reflexión, de informaciones contrastadas y no malintencionadas, independientemente de las audiencias, o pretender competir con los contenidos libres de responsabilidad de la tele privada, que necesita grandes audiencias para cobrar más caro el minuto de publicidad. ¿Debe una televisión pública competir por las audiencias cuando no tiene publicidad? Claramente, no. Debe elaborar una programación de calidad, referente, en información y entretenimiento. Y si la audiencia no es la misma que Supervivientes o El Hormiguero, que nos importe cero. Sé que es difícil porque las bajas audiencias de las televisiones públicas siempre alimentan el fantasma de la privatización, algo que a la derecha y a los neoliberales les produce orgasmos. Pero, o empezamos a cuidar nuestra tele y radio públicas, como hacemos con la sanidad o la educación, o estaremos perdidos. Entonces, ¿tiene cabida en una televisión pública un programa como Masterchef? Tal vez, no. Pero ese, otra vez, es otro tema.
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