Otras miradas

Si esto es una universidad

Azahara Palomeque

Escritora y doctora en Estudios Culturales

La policía cerca de un campamento de manifestantes que apoyan a los palestinos en los terrenos de la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York, EE.UU., el 30 de abril de 2024. REUTERS/Caitlin Ochs/
La policía cerca de un campamento de manifestantes que apoyan a los palestinos en los terrenos de la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York, EE.UU., el 30 de abril de 2024. REUTERS/Caitlin Ochs

En mi novela Huracán de negras palomas (La Moderna, 2023), uno de los personajes, Ashley, es profesora en la universidad de New Wonder, ciudad imaginaria de Estados Unidos, y se dedica a atraer financiación de multimillonarios al centro, lo cual le garantiza varios ascensos. La historia es pura ficción, pero se inspira en una realidad material que pude constatar durante la década larga que trabajé y estudié en ese país. Las universidades norteamericanas llevan años priorizando las donaciones de ricos sobre la antigua y noble misión de instruir al alumnado, hasta el punto de que la educación ha pasado a ser algo anecdótico que ocurre a menudo en contra de la agenda de sus grandes administradores, y gracias al tesón de un profesorado generalmente precarizado. Que estemos contemplando, horrorizados, en videos y fotografías virales, unas protestas estudiantiles pacíficas opuestas a la matanza en Gaza siendo reprimidas por parte de instituciones que se dicen "educativas" es fruto de esa gestión nefasta enraizada en el lucro y una desigualdad aberrante: entre los pocos miles de dólares que un docente asociado cobra al semestre por asignatura y los millonarios sueldos de sus presidentes; entre los objetivos de la élite mal llamada filántropa, que suele tener vínculos con Washington, y la responsabilidad moral de garantizar a los estudiantes, muchos de ellos endeudados, un futuro. En mitad de la ecuación se hallaría el voluble grupo de profesores titulares que, muchas veces, callan para proteger sus privilegios o se alían a los gestores y, otras, valientemente, se ponen del lado del débil. 

En las últimas semanas, los campus estadounidenses han protagonizado en masa una serie de manifestaciones y acampadas destinadas a llamar la atención sobre la masacre indiscriminada del pueblo palestino, que cuenta con más 34.000 muertos y dos millones de desplazados. En un reportaje de la Universidad de Columbia, que decidió enviar a la policía de Nueva York para desmantelar estas acciones, algunos alumnos expresan su desasosiego al estar contribuyendo indirectamente al asesinato de inocentes: "la matrícula que pago va a financiar el genocidio de Gaza", afirma Laura, sentimiento compartido por otros que ven cómo su dinero puede acabar alimentando las políticas de Netanyahu a través de las inversiones que estos centros mantienen. No es casualidad la carta que el catedrático de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) Robin D. G. Kelley ha enviado a la presidenta de Columbia, Nemat Minouche Shafik, donde le reprocha: "no promueves la seguridad de nadie, excepto la de tus donantes" y los fondos de inversión (endowment). Al margen de la brutalidad policial, Kelley critica los castigos burocráticos impuestos a los chavales, tales como desahucios de las residencias, expulsiones, retirada de bonos de comedor y un posible ostracismo laboral fundamentado en la criminalización de ahora, todo lo cual lo conduce a pensar en una "caza de brujas de derechas".  

Semejante crueldad, nunca vista en los campus según Kelley y otros testigos, responde a las mayores manifestaciones de este tipo desde la guerra de Vietnam. Las cifras son claras: 2.400 arrestos han tenido lugar a partir del 17 de abril, algunos tan simbólicos como el de Noëlle McAfee, jefa del Departamento de Filosofía en Emory (Atlanta). Y, si bien los más damnificados son unos jóvenes cuya carrera profesional se coloca entre interrogaciones, el daño se extiende a docentes como Steve Tamari, quien fue duramente golpeado en la Universidad de Washington, St. Louis, por las fuerzas del orden y acabó en el hospital con una mano y varias costillas rotas. Así lo constata el mensaje lanzado en redes en el que, a pesar de la gravedad de sus heridas, pide fijar los ojos en Gaza, lo más importante. Mientras tanto, un contundente presidente Biden no ha condenado la actuación policial: "el disenso es esencial para la democracia, pero el disenso no debe conducir al desorden"; e incluso llegó a insinuar que las acciones de los muchachos eran violentas: "destruir la propiedad no es una protesta pacífica; va contra la ley". 

Violencia, no obstante, podría calificarse el hecho de que un movimiento estudiantil, surgido al abrigo de garantías constitucionales como la libertad de expresión y reunión, esté siendo sofocado por agentes de cuerpos policiales cuya militarización se fue forjando, precisamente, a raíz de las experiencias universitarias de los tumultuosos años sesenta: Vietnam, las luchas por los Derechos Civiles, el feminismo. Las instituciones –en teoría– pedagógicas no dudaron entonces en ampliar sus mecanismos para vigilar y castigar a sus pupilos, a la vez que fueron incrementando sus intereses bursátiles, la dependencia de grandes magnates, los precios de las matrículas y sustituyendo las plazas de profesores titulares por un conglomerado docente privado de derechos y sueldo digno. Por eso, la situación actual no es comparable a la de ningún otro momento de la historia educativa de la nación, fiel reflejo de su historia política y económica. Lo que está sucediendo, incluida la manipulación discursiva del antisemitismo, utilizado como arma acusatoria también contra estudiantes judíos que no aprueban la debacle humanitaria en Gaza, es completamente inaudito. Hay mucho más valor, dignidad y ética en estas protestas brotadas de las aulas de lo que ha habido nunca, porque las voces alzadas sufren más vulnerabilidad que antaño. El mundo, sin duda, debería aprender de su ejemplo, ser alumno de estos alumnos. 


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