Todo empezó el 11 de septiembre de 2001. En 1989 había caído el muro de la vergüenza, el Muro de Berlín, que separaba a familias desde hacía 40 años. En aquel momento había menos de 20 muros físicos entre fronteras y el mundo se felicitaba por haber acabado con uno de los símbolos más terroríficos de las últimas décadas. Las imágenes de personas atravesando la puerta de Brandenburgo, caminando para fundirse en abrazos con sus seres queridos, a los que en algunos casos llevaban decenas de años sin ver, dieron la vuelta al mundo y nos llenaron de esperanza. Una nueva era de paz y libertad se habría ante nosotros.
Esta sensación se truncó con el ataque a las Torres Gemelas. A raíz del atentado se instauró sin prisa pero sin pausa un discurso del miedo al otro y de la necesidad de protección y securitización de nuestro espacio. Viajar en avión se convirtió en un complejo juego de registros, tarros para líquidos y pasos eternos por puntos de control que ya incluyen el escáner corporal completo. Esto apenas tiene 15 años, pero ahora mismo resulta imposible imaginarse el viaje de otra manera. Probablemente si quitaran todos estos controles ahora mismo se generaría una enorme sensación de inseguridad entre muchos viajeros.
Este fue el punto de inicio del marco narrativo en el que nos encontramos ahora. La opinión pública en general siente que necesita estar protegida contra lo desconocido, que por descarte es peor que lo que conoce. Esa "protección" viene dada por un estado de control creciente al que el individuo se presta sin miramientos, sin ser consciente de la vulnerabilidad en la que dicho estado de control le sitúa. El discurso se sigue alimentando a través de informaciones sesgadas que hacen pensar que nos encontramos en un estado de semi excepcionalidad y todas las medidas de control son pocas. La migración y la diversidad en este espacio narrativo se han convertido en un problema que hay que tratar de resolver.
Sin embargo, la hipótesis de partida es absolutamente errónea. Las migraciones siempre han existido, existen y existirán. Se pueden gestionar pero no se pueden evitar. De hecho, nadie se imagina un mundo en el que el individuo se tenga que quedar en el sitio en el que ha nacido. No se cuestiona la libertad que tiene el ser humano para poder buscar oportunidades vitales fuera de su lugar de origen, lo que se cuestiona es cuál es el marco geográfico en el que esta acción puede tener lugar. En estos momentos, se acepta como límite geográfico el marco nacional, es decir, es comúnmente aceptado que alguien se mueva dentro de los limites de su país. El problema es cuando quiere salir de él.
Todo lo anterior es indispensable para entender lo equivocado del enfoque del último informe del Consejo de Seguridad Nacional, aprobado el pasado 15 marzo. Según informaciones facilitadas por el diario El País (el informe todavía no es público), el documento alerta contra la migración irregular y la considera una de las mayores amenazas contra la seguridad nacional e internacional. Por ello, propone una serie de medidas entre las que se encuentran afianzar acuerdos con países fronterizos como Marruecos y Argelia, cuyo respeto por los derechos humanos no coincide con lo que deberían ser los estándares europeos, e incluir en el pack a Mauritania y Senegal, porque es de esperar que cuando las rutas naturales se frenen en el Estrecho se produzca una desviación hacia la antigua ruta con Canarias.
El número de entradas por la frontera sur española se ha incrementado desde que cerró la ruta Libia. España y Europa estiman que pueden cerrar todas las fronteras a base de subcontratar el control migratorio. Esta opción sería perfecta si aceptáramos como hipótesis de trabajo que la migración se puede parar. Pero todos los datos que existen prueban que no es así. Cada vez que se cierra una ruta, los flujos encuentran otra para sustituirla. En la mayoría de los casos las nuevas rutas son más peligrosas y se cobran más vidas. Los cierres de rutas también disparan el efecto de las mafias, que proliferan según se van incrementando las dificultades para pasar. Según el Oversea Development Institute, existe una relación directa entre el cierre de la frontera y el incremento de los cruces irregulares, el volumen económico de las mafias y el número de muertes, sin que exista un decrecimiento de las llegadas totales anuales a territorio Europeo.
Las políticas de externalización de fronteras son muy peligrosas. Estamos dejando en manos de países de dudosa capacidad democrática la gestión de nuestras fronteras y de nuestra humanidad. Y si además trabajamos con la hipótesis de que la migración no se puede parar, estos ajustes solo pueden ser temporales, y en algún momento todos los flujos que no están siendo gestionados sino contenidos, explotarán salvajes, arrastrando todo el lodo y la podredumbre que han acumulado durante su contención. La migración es lo que nosotros hacemos de ella. Si la cuidamos y la protegemos, porque también es un bien nuestro, puede ser la solución para un mundo globalizado y desigual.
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