Sara Selva Ortiz (@saraselvaortiz) / Sonido: Sara Selva y Hodei Ontoria / por Causa
- El joven originario de Gambia ha puesto en marcha en Granada un proyecto para regenerar áreas rurales, pero reconoce que el proceso de regularización es lo más complicado por lo que ha pasado en su vida
- "Lo han diseñado para que sea imposible. Nos hacen pasar por un infierno para poder trabajar como seres humanos"
- Serie: El negocio antimigratorio a ojos del migrante
Sam vive en Pinos del Valle. Es un pueblo que está en el Valle de Lecrín, en Granada. Tiene poco más de 600 vecinos. Vive allí con otros tres amigos, todos de Gambia. Todos activistas medioambientales. Se fueron de su país amenazados por la dictadura de Yahya Jammeh y por el gobierno que llegó después, que no fue mucho mejor, a pesar de lo que se pensaba. Un verano fueron a hacer un curso a Barcelona y nunca han vuelto. Eso fue hace ya tres años. Desde entonces están enredados en un sistema que Sam describe como "racista, corrompido, sesgado e injusto". "Lo han diseñado para que sea imposible. Nos hacen pasar por un infierno para poder trabajar como seres humanos", explica.
Escucha a Sam contar su propia historia aquí:
Sam tiene 29 años, cara de pillo y sus amigos dicen que alma de político. De político de los buenos. Él lo sabe, pero también es consciente de que ahora no puede aspirar a eso. "No está en mis manos. Me gustaría trabajar en otro nivel si el sistema me lo permitiera, pero estoy contento con lo que hago. Sigo haciendo lo que me gusta. Aporto algo. Podría ser mejor, sí, pero peor es la nada".
"Me gustaría trabajar en otro nivel si el sistema me lo permitiera, pero estoy contento con lo que hago, aporto algo"
Lo que hace, su proyecto, se llama Kaira Kunda, que en mandinka -que es una de las lenguas que se hablan en Gambia- significa "comunidad de paz y tranquilidad". En Gambia, un porcentaje muy alto de la población se dedica al cultivo y a la agricultura. Pero cada vez más jóvenes deciden que no quieren eso para su futuro y se marchan. Muchos a España. Sam lo ve como un problema global y trabaja, también aquí, para atajarlo. "Lo que hacemos es regenerar áreas rurales. Los jóvenes ya no viven en los pueblos. Solo los mayores. Por eso hemos empezado este proyecto".
En el pueblo, en Pinos del Valle, los conocen bien. Viven en una casa con un terreno en el que cultivan frutas y verduras. Tienen, también, gallinas. Venden los productos en mercados de la zona. Y acogen voluntarios. En un año han ido 60 personas. "Atraemos a mucha gente joven, que viene a aprender cómo vivir una vida sostenible, cómo cultivar su propia comida, cómo ser parte de una comunidad y entender el ecosistema como parte de todo eso. Esas 60 personas han venido al pueblo, han contribuido a la economía local, han ido a las fiestas. Vienen y hablan con los mayores del pueblo. Aquí nadie habla con ellos".
Sam dice que con esto aporta algo a la comunidad. Y que eso le anima a seguir adelante. "Pero somos refugiados y migrantes, así que tenemos nuestras limitaciones. No tenemos un contrato de trabajo. No tenemos residencia. Y nos llaman ilegales".
"Un sistema corrompido y racista"
El proceso para intentar regularizar su situación ha sido "lo más complicado por lo que ha pasado en su vida". Primero, pidió asilo alegando esa persecución de su gobierno por ser activista medioambiental. Lo rechazaron. Y ahora, después de tres años viviendo aquí, ha empezado el proceso de arraigo social para conseguir un permiso de trabajo y de residencia temporal.
Es ahí donde Sam ha descubierto que el sistema no está pensado para ayudarles, sino todo lo contrario. Lleva meses atrapado en un laberinto burocrático que se ha complicado aún más con la pandemia. Las oficinas de extranjería, ya de por sí saturadas, están ahora colapsadas. En parte, porque el Gobierno apenas invierte en reforzar el sistema, en agilizar los trámites o en favorecer la acogida. Más del 90% de los gastos se concentra en lo opuesto: militarizar las fronteras, externalizarlas, detener a los migrantes y expulsarlos.
El sistema no está pensado para ayudarles, todo lo contrario: más del 90% de los gastos del Gobierno se concentra en militarizar las fronteras, externalizarlas y detener y expulsar a los migrantes
Para demostrar ese arraigo social, Sam tiene que probar que lleva tres años viviendo en el país y que, durante ese tiempo, ha conseguido integrarse en la sociedad. Para eso, le exigen un documento que demuestre que, cada cuatro meses, ha realizado algún tipo de actividad. Sam tiene todo organizado desde que llegó a España y se esfuerza en no perder el contacto con las personas con las que se ha cruzado en este tiempo, así que eso lo tiene controlado.
También necesita un certificado de antecedentes penales. Un documento que tiene que expedir el gobierno de Gambia. El mismo gobierno que le ha amenazado con meterle en la cárcel por salir a protestar. "Que esto salga bien depende de los contactos que tengas dentro de la policía y del ministerio. Hay que buscar la forma para pedírselo a la persona adecuada y que el certificado salga limpio".
Una vez conseguido, el documento tiene que llegar a España. Y eso no es fácil. "Como en Gambia no hay consulado español hay que ir al más cercano, que está en Senegal. Cuando el documento llega a Senegal, la embajada de Gambia allí tiene que sellarlo primero y luego llevarlo al consulado español". Sam consiguió que el certificado llegara hasta allí. Pero entonces llegó marzo. Y la pandemia. "En la embajada nos dijeron que no podían darnos ninguna cita hasta el año que viene. Que cuando las cosas cambiaran, nos avisarían". El certificado tiene una validez de tres meses. Ya ha caducado.
"Y cuando ya tienes todos esos papeles, necesitas el contrato". Les piden un contrato de trabajo de un año, es decir, que un empresario se comprometa a contratarles firmando un documento. Sam hizo una vez unas prácticas en una tienda ecológica, así que fue allí. "El chico me dijo que sin duda me haría un contrato, pero que con el coronavirus su negocio no iba bien. Es una locura, incluso aunque no haya covid. Tengo muchos amigos españoles y solo puedo contar con los dedos de una mano los que tienen un contrato de un año".
Sam dice que, a pesar de todo, han tenido suerte. Tienen un amigo que ya ha pasado antes por ese proceso y una amiga, abogada, que les ayuda con los trámites. "Y aún así, está siendo muy muy complicado, imagínate por lo que pasan otros". "Es evidente que España no quiere acoger a personas de países en desarrollo. Pero a la vez, está muy claro qué es lo que quieren. Hay muchísimos trabajos llevados a cabo por migrantes. Trabajos que son igual de importantes que otros. O incluso más. Ellos lo saben. Saben que hay cientos de migrantes trabajando en los campos de Almería, por ejemplo. Lo saben. Y nunca van a ir ahí a detenerlos. Porque les viene bien. Eso tiene un nombre: explotación".
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