Por Inés Rigal
Nunca me había sentido tan torpe como cuando llegué a vivir a Malasia. No sabía cruzar la calle, no sabía qué era la comida que veía expuesta en los mamak, no sabía dónde comprar unas pilas, y de conducir ni hablamos. Había sentido este shock cultural en otros destinos, pero esta vez era distinto: me mudaba a vivir allí. Quería entenderlo todo.
Era 2017 y Kuala Lumpur era un continuo edificio en construcción. Las obras estaban en marcha de día y de noche, sostenidas por trabajadores explotados provenientes, principalmente, de Bangladesh. "Esto está así mal acabado porque lo hacen extranjeros y claro..." Algo así nos soltó la señora que nos enseñaba el piso al que nos íbamos a mudar bajo nuestra mirada atónita. "Trabajaba en el gobierno y me gustaba mucho porque podía maltratar a los inmigrantes ilegales" me contó sonriente un taxista cuando le pregunté por los papeles con membrete oficial que llevaba en el maletero.
Pronto comprendí que el odio a los extranjeros pobres era algo aceptable y extendido. En su propia población local había tensiones entre sus grupos étnicos: malayos (la mayoría musulmana, favorecida desde las instituciones), chinos e indios. Eso sin contar a los orang asli, pueblos originarios, que sufrían la mayor tasa de pobreza del país.
Gracias a ONG locales con las que tuve la suerte de trabajar descubrí, entre otros horrores, la absoluta desprotección de las trabajadoras domésticas, que las masajistas de los salones cercanos a mi casa eran víctimas de trata o que existía un cuerpo parapolicial que se encargaba de detener migrantes en situación irregular.
Allí, en Kuala Lumpur, donde abundaban las tiendas de lujo y las cadenas de marcas globales, bastaba con rascar un poquito para descubrir toda clase de estructuras injustas. Recuerdo estar en la cama y pensar en quiénes habrían construido mi casa, si habría muerto allí algún trabajador... Sentía que allí estaba el mundo entero concentrado en muy poco espacio: la riqueza, la pobreza, el privilegio, la invisibilidad, el lujo, la miseria, el aire acondicionado, el dengue.
En abril de 2019 nacía mi hija en Kuala Lumpur y en agosto vivimos nuestra primera experiencia de confinamiento por contaminación. A mil kilómetros, en Indonesia, se habían descontrolado los incendios para despejar la selva y plantar palma aceitera. Suele pasar cada dos o tres años y una inmensa nube de calina cargada de partículas en suspensión llegó hasta nuestra casa. La recomendación era no salir a la calle, los purificadores domésticos de aire se agotaron rápidamente, se me encogía el corazón con cada mínima tos de nuestra bebé, no abríamos las ventanas...
Esta experiencia me impactó profundamente (no podía imaginarme el confinamiento que íbamos a vivir unos meses más tarde), y me hizo profundizar en mi relación con la Tierra y sus límites. Conectar con la propia vulnerabilidad es lo que tiene. Allí descubrimos el estilo de vida zero waste, que consiste en generar el menor residuo posible en tu día a día. Conocimos el ecosistema de negocios, activistas y educadoras que en esa cultura donde los artículos de un solo uso y el plástico desechable eran omnipresentes, trabajan por otro modelo de consumo. Siempre le estaré agradecida a esa comunidad que nos acogió cuando estábamos lejos de casa.
Me di cuenta de que los cambios individuales no son suficientes, pero son importantes. Entendí que a los ciudadanos no se nos puede exigir que solucionemos esta crisis eco social en la que vivimos, pero que como consumidores sí tenemos un papel. Esta inquietud que creció en mí viviendo en Kuala Lumpur volvió conmigo a Madrid y me ha acompañado en este camino de buscar un consumo crítico y ético hasta querer acercarlo a todo el mundo.
En Malasia descubrí muchas cosas, entre ellas, los manglares, ecosistemas increíbles que viven entre el agua dulce y el agua salada. Siento que nosotros también nos movemos entre dos mundos: lo que parece la única manera posible de vivir (en un ritmo frenético, consumiendo desaforadamente, sin espacio para reflexionar, aprender ni compartir) y cómo realmente nos gustaría vivir (en un ritmo más sosegado, con un consumo crítico, cuidando la vida, compartiendo en comunidad solidaria, reconociendo nuestra interdependencia, disfrutando de la naturaleza, la cultura y la espiritualidad). Creo que nosotros, incluso entre dos aguas, también somos capaces de la maravilla.
Ahora sé que no quiero quedarme para mí lo que aprendí en este camino de ida y vuelta y por eso nace Ser Manglar. Ojalá sea útil a quien quiera asomarse.
Comentarios
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