Había una vez una amiga distante, un hombre malo y un poeta arquitecto. En esto, sucedió que un día me llegó la noticia de que la amiga tenía un problema. No se trataba de un problema de salud, de dinero, de esos para los que existen fórmulas inútiles, esdrújulas, sino uno de los hoyos sobre los que la vida queda en suspenso. Eso y nada más que explicar exactamente que eso mismo, ahí residía el problema.
Hay problemas, vidas, muertes, sucesos, fórmulas, personas que pasan por tu vida destruyendo la decencia y, por el contrario, palabras que permanecerán para tejer con ellas el lienzo que nos mantenga suspendidas sobre el hoyo. No un lienzo que ya estaba, sino el que vamos urdiendo sobre la marcha a medida que crece lo negro. Lo negro siempre crece. También la voluntad de urdir.
Mucho, mucho tiempo antes, antes de saber de mi amiga y de que las pantallas unieran a los hijos, antes de tener los significados suficientes para enunciar "hombre malo", mucho tiempo antes ocurrió lo del poeta arquitecto. Todo hombre malo tiene su poeta. Sucedió en Gijón, una mañana fresca y rutilante del mes de julio de principios de siglo.
Trataba yo de lavar con luz marina otra noche espesa, dura de piel de coco, cuando se me acercó el poeta. Apenas nos habíamos visto un par de veces y no habíamos conversado antes. Iba a entender que la conversación no necesita palabras cuando las palabras ya están en la base de toda construcción. No recuerdo cómo empezamos a caminar. Bordeamos la playa y fuimos trepando la colina que va a acabar en la siguiente playa. La belleza no existe, la belleza es un estado de ánimo, la belleza se es. Unos muchachos jugaban a ser malos sin haber pasado aún por la cama. Se volvieron hacia nosotros sin fuerzas para la ferocidad pero con ánimos. "No son importantes", me dijo, "mira los cangrejos". En mi memoria, el poeta iba vestido de claro, pero también podría ser una idea mía preconcebida sobre la arquitectura.
Cuando regresamos al hotel, el hombre malo estaba allí sentado, una mancha borrosa de grasa con la que aceitar el arma. Supe que me veía flotar y que por ello postergaría el zarpazo para más adelante.
Pocos días después, pongamos que un año, pero qué es un año, me volví a cruzar con un grupo de jóvenes a los que el amanecer había cazado aún despiertos con ánimo de herir. En aquella ocasión me acompañaba el hombre malo. Le miré. Me miró. Apretamos el paso, pero yo no quería apretar el paso sino mirar a los cangrejos. Cuando los perdimos de vista me dijo "es que tú vives pidiendo guerra". Yo aquel día simplemente andaba hacia el amanecer camino del avión que me llevaría a Gijón, al año siguiente a Gijón de nuevo.
Pasó de nuevo el tiempo. Las páginas del poeta arquitecto me fueron entrando y saliendo, rompiendo contra mis costas la posibilidad del mar. Entonces, un día recibí una carta. Yo acababa de publicar un artículo sobre el sufrimiento, cómo el sufrimiento también forma parte de la vida, que la felicidad y el bienestar pertenecen a la pequeña idiotez que nos impide enfrentar lo que duele, el dolor hondo, el hoyo negro.
El poeta había escrito un libro a su hija Joana: Joana estaba afectada por el síndrome de Rubinstein-Taybe, una deficiencia a la vez física i psíquica que implicaba problemas motores que la obligaban a utilizar muletas y silla de ruedas. Ella comprendió que su bienestar dependía del afecto de quienes la rodeaban y aprendió muy pronto que el afecto genera más afecto. (...) Treinta años después, la historia acabó en los últimos ocho meses de la vida de Joana, que son el tema del libro que lleva su nombre. Siempre estuvo presente la angustia al imaginar su indefensión una vez que el padre i la madre hubieran desaparecido. La paradoja es que ellos dos son los huérfanos. Así lo explicó él mismo AQUÍ.
Entonces, ya he dicho, recibí una carta del poeta donde me daba las gracias. Se hablaba por los salones sobre la necesidad, la exigencia de ser felices, de paliar el sufrimiento o taparlo, cubrirlo de recetas que no interrumpieran una vida por fin muelle, colmada de satisfacciones, arrancaban los años 2000, oh, qué felices somos, tralará. Yo escribí sobre el sufrimiento, reivindicaba el sufrimiento como parte no lo que somos, denunciaba la idiotez de ignorarlo. El poeta me escribió y me dio las gracias.
Nos encontramos algunas veces. Nunca hablamos mucho. Nos sentábamos, estábamos, dejábamos cambiar la luz, mirábamos alrededor. Probablemente mi columna y aquella carta fue la conversación más larga que tuvimos. No hizo falta más.
Hace ahora dos semanas, me enteré de que una amiga tenía ese problema de pender sobre un hoyo sin explicación clara, sin fórmula. Solo hace dos semanas. Ella vive lejos de Madrid, pero qué es lejos. Compré Todos los poemas, de Joan Margarit, y se lo envié con la certeza de que allí anidan varias madejas con las que seguir tejiendo y tejiendo y tejiendo cuando al fin aceptas que sufrir y gozar forman parte de tu mismo estar viva.
A partir de entonces, por estas cosas de la venta online que han desarrollado las librerías (bienvenidas sean), en lo que va de mes, cada vez que he abierto un periódico, una página web, cualquier sitio en la pantalla, la memoria que la red guarda de mí me ha ofrecido libros del poeta arquitecto Joan Margarit. No me hacen falta, los tengo todos, algunos poemas incluso memorizados para murmurarlos en mañanas sin mar ni luz ni lino.
El hombre malo desapareció, mi amiga tiene un libro de madejas claras y hoy, 16 de febrero de 2021, ha fallecido Joan Margarit, el poeta arquitecto.
Yo no soy buena. Yo soy, y en ese ser sin demasiadas concesiones, palpita la posibilidad de volver a contemplar la belleza. Escritas estas líneas, me dispongo a salir en busca de cangrejos.
Comentarios
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