"De la noche a la mañana había dejado de ser una persona con derechos y con una profesión, para pasar a ser una inmigrante", recuerdo esa frase publicada en un artículo de Marisa Kohan aquí mismo en 2020.
Ayer, las mujeres ocupadas en lo que llamamos "servicio doméstico", el trabajo para otros dentro de los hogares, consiguieron que se ratificara el convenio 189 de la OIT que regulariza su trabajo. Ellas limpian suelos, friegan cacharros, cocinan, limpian culos y váteres, cuidan ancianas y ancianos, criaturas, hacen la compra... Y llevaban más de una década pidiendo lo básico, que su trabajo se considere trabajo, tal y como sucede para el resto de la población. Lo más básico.
Como resumía ayer en este diario Jairo Vargas: "Piden su incorporación al Régimen General de la Seguridad Social y la eliminación del régimen especial para el empleo doméstico, la supresión del disentimiento (el formato de despido sin alegar las causas y con indemnizaciones de entre siete y doce días por año trabajado), el derecho a paro, cotizar para el Fondo de Garantía Salarial (FOGASA), equiparar las pensiones a las del resto de trabajadores, aplicar en el sector la Ley de Prevención de Riesgos Laborales y el reconocimiento de las enfermedades profesionales asociadas al sector".
Pero lo que el Congreso no puede regularizar es el respeto y la humanidad en el trato. El trabajo en los hogares no ha sido ni es considerado trabajo por el simple hecho de que ha correspondido, y así sigue siendo, siempre a las mujeres. Pero en el caso de las que no pertenecen a la familia, aquellas a las que se paga para que lo hagan, no solo subyace el sempiterno machismo, sino un racismo que la población española lleva cosido a la historia y llega prácticamente intacto hasta nuestros días. Son migrantes.
La mujer cuyo nombre no consta y que hablaba con Kohan hace un par de años lo definía perfectamente. En cuanto pisan suelo español dejan de ser maestras, enfermeras o investigadoras, dejan de ser madres o hijas, son solo migrantes, y serlo en España a día de hoy es de una violencia que debería abochornarnos. Se trata de la economía y sobre todo se trata de los cuerpos. Los cuerpos migrantes no nos parecen dignos de disfrutar de los mismos derechos que los nuestros. Racismo.
Sin embargo, y como se vio ayer, su contribución a esta sociedad la hace mejor. Porque el paso que dieron las trabajadoras del hogar nos hace mejores a todas, a todos, nos convierte en una sociedad más justa y decente. Un poco. Solo un poco y solo gracias a ellas.
Decía antes que el Congreso no puede regularizar el respeto y la humanidad en el trato, algo que también podrían reclamar las mujeres que ayer nos dieron una lección de lucha, pero sí dar un paso que abriría tal camino: Regularizar a la población migrante que reside en España. Mientras no se haga, solo unas pocas disfrutarán de los magros derechos que van rascando, quienes tienen sus papeles "en regla". El resto sigue hoy expuesto a la arbitrariedad del trabajo semiesclavo, ilegal, oculto, y a merced del infortunio que dé con sus huesos en un CIE, los aterradores centros de internamiento que el Estado mantiene fuera de toda ley para encerrar a las personas que "no tienen papeles" en condiciones infrahumanas.
La campaña Regularización Ya lleva un tiempo reclamando algo que parece de cajón. Que las personas que han llegado a España, cuyo trabajo resulta, ya nadie lo niega, imprescindible para el funcionamiento del país, tengan los mismos derechos que quienes hemos nacido aquí. "Porque somos personas, tus vecinos y vecinas, somos las y los trabajadores esenciales, porque queremos contribuir al sostenimiento de la sociedad en condiciones dignas; porque merecemos estar en el radar de las políticas públicas que nos afectan a todas. Por memoria, por historia, por derecho propio y por justicia social", dicen.
Además, y como quedó claramente demostrado ayer, porque sencillamente su participación en la sociedad nos hace mejores.
Comentarios
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