Algunas tardes de sábado pienso que ya solo me interesa la ficción, que debería retirarme a escribir novelas, a contar historias. Recuerdo una temporada que trabajé con Arcadi Espada. Él opinaba que, llegada cierta edad, lo serio es abandonar las novelas. Tengo no pocos conocidos, también algunas amigas, que solo ven documentales, solo leen ensayo, hablan como en abstracto. A mí aún me pasa lo mismo de tanto en tanto, poco, por ejemplo algunos martes.
Pero después llegan las cuatro de la tarde del sábado y sé que puedo permitirme un respiro, hasta el mediodía del domingo al menos. Sé que quedan cosas pendientes, trabajos a medias, tareas laborales, pero el sábado por la tarde vuelvo a la ficción consciente de que es ahí donde me gustaría instalarme para permanecer. Novelas, películas, series, obras de teatro, relatos. Quiero contar historias y que me las cuenten. Escuchar lo que les ha sucedido a esas personas que nunca existieron más que en la imaginación de alguien que construye con sus experiencias.
Y ni aun así abandono los empeños políticos de siempre. En el fondo de mi dejarme ir sabatino está el convencimiento de que todo lo que la sociedad avanza debe ir acompañado de sus correspondientes narraciones, su ser popular en definitiva.
Pienso, por ejemplo, en la película 20.000 especies de abejas, de la directora Estibaliz Urresola Solaguren, también autora del guion. Imagino una persona tránsfoba —ligeramente tránsfoba, no una terfa furibunda— entrando al cine a ver esa historia. La imagino contemplando a la jovencísima Sofía Otero en su papel precioso. Después, pienso en esa misma mujer y entiendo que al salir será otra persona. Puede que no inmediatamente, pero en su interior ha quedado la semilla de una historia que desactiva odios. 20.000 especies de abejas hace más contra el odio tránsfobo, más para entender a las personas trans, que cualquier teoría, cualquier ley o manifestación multitudinaria.
Lo mismo sucede con El cuento de la criada, de Margaret Atwood. Hasta tal punto aprendimos con dicha novela el uso del cuerpo de las mujeres, la violencia contra nosotras, las posibilidades de futuro, que las manifestaciones se llenaron de túnicas rojas y tocas blancas abarquilladas. La ficción tomó la realidad para explicarla y llenarla de significados. Así sucede siempre: con Caperucita, con el lobo, con Sherezade o con el Frankenstein de Mary Shelley.
Tenemos que narrar las historias que suceden inventándoles personajes, narrar sus peripecias, sus vidas, sus apegos y aventuras, grandes o íntimas, para mirarnos en ese espejo y compartir lo que vemos con el resto, con quienes nos rodean. Cuando el tiempo se nos llena de abstracciones espesas, teorías efímeras, discusiones y odios, siempre nos queda la posibilidad de contar una historia que aclare, despeje y desarme. Eso siento ahora con mayor apremio que nunca.
Comentarios
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