Un techo, alimento y algo con lo que calentarse cuando aprieta el frío. Poco más hace falta, pero ni eso pueden permitirse muchas trabajadoras y trabajadores. Hay que hablar de estas cosas, hay que gritarlo en estos tiempos de antiokupas criminales: El verdadero crimen, el más duro, el que nos condena a la infamia, es permitir que dejen sin techo a nuestros semejantes. Ahí ronda la muerte.
Todavía recuerdo el año 2010, el 11, el 12, los tiempos del horror de los desahucios. Aquel padre de familia que se ahorcó en L’Hospitalet en 2010, se colgó de un árbol. Pidió albergue para él y su familia, y se lo denegaron. Pidió una demora de un mes en el pago, se la denegaron, y ese mismo día, a las 17.00 de la tarde, salió con una soga y se colgó en el Parque de las Setas, a pocos metros de su domicilio.
Recuerdo Amaya Egaña exconcejala socialista de Eibar, que se tiró por la ventana de su piso de Barakaldo en 2012. Aún no habían dado las 9.30 de la mañana. La comitiva judicial que iba a desahuciarla se encontró la puerta de su piso abierta. Cuando llegaron a la vivienda, ella ya había saltado. Recuerdo al hombre que se suicidó en Granada. "En ese momento, ha precisado la Policía Nacional, han comprobado que la persona que supuestamente se había suicidado era la misma a la que iban a desahuciar esta mañana de su vivienda en cumplimiento de una orden judicial", rezaba la noticia.
Y de pronto se hizo el silencio. Alguien dijo que las cosas habían mejorado. Se nos llenaron las televisiones y las cadenas de radio de supuestos criminales de la okupación, se nos poblaron las mañanas de anuncios de alarmas anti-okupas, y parecía que ya la parca no rondaba bajo los techos de las gentes pobres. Y también consiguieron que la palabra "pobre" resultara fea, un insulto, un ultraje, algo que mancha. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo ser pobre es una deshonra?
Hay que encontrar el momento exacto en el que los "buenos" pasaron a ser los extorsionadores, y no la gente honrada que pasa, como ha pasado siempre, por momentos de apuros económicos. Hay que encontrar el momento exacto para revertirlo, buscarlo, dinamitar aquello que nos ha convertido en lo que somos ahora. Silencio, somos silencio, vergonzoso silencio. Porque esta situación merece un grito unánime, rotundo, un salir a poner el cuerpo todas juntas, cada día, por cada muerte, claro, pero también por cada familia que echan a la calle.
Porque la muerte ha seguido agazapada bajo sus techos, aunque los medios lo hayan silenciado, aunque hayamos permitido que los criminalicen. Hace solo un par de años, en febrero de 2022, un sexagenario murió dentro de su propio coche en Benalup, también lo recuerdo, porque aquel era el único techo que le quedaba después de su desahucio. Pero hay y habido muchos más suicidios, muchas muertes tras nuestro silencio. Es larga la nómina hasta llegar a las dos hermanas que se tiraron el lunes pasado al patio interior de su vivienda en Sant Andreu (Barcelona) en mitad de la noche, pasadas las 4.00, en la hora del lobo. Poco después se publicaba la noticia de que los precios del alquiler han batido todos los récords en la Ciudad condal. Como en Madrid, y en tantas capitales españolas.
Mata la situación de la vivienda, este disparate que permitimos con el simple movimiento de ir alejándonos paulatinamente del centro de la ciudad. Sí, eso mata. MATA. Pero también matan el silencio, la vergüenza y la culpa, sé bien de qué hablo. Mata que no se hable, que no sepan que no están solas, solos, que son miles y miles las personas que no pueden pagarse el techo en este país que presume de buena economía. Mata el encumbramiento popular de los desokupadores. Y también mata que los poderes públicos alardeen de una economía recuperada, porque es falso. Se pueden publicar cuarenta veces cuarenta noticias sobre la creación de empleo, que si ese empleo no te permite pagar el techo bajo el que sobrevivir —sobrevivir apenas— ¿de qué te sirve?
Entonces, cuando la crisis de 2008, nos fuimos unos cuantos millones a la calle, sí, y perdimos el techo, obviamente. Éramos pobres, por supuesto, pobres y a mucha honra. La diferencia es que, ahora, quienes se quedan en la calle tienen un puesto de trabajo y además se les clava en el pecho un señalamiento vergonzoso, se les criminaliza y desprecia. La muerte sigue su ronda helada alimentada por nuestro silencio mientras en los medios de comunicación los llaman delincuentes.
Comentarios
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