Se dispara la tasa de contagios Covid en Europa y, más lentamente, en España; en todos sitios los mensajes ponen el punto de mira en el mismo colectivo: las personas no vacunadas. La demonización de este colectivo, como antes se hizo con los jóvenes, debería hacernos dar un paso para atrás y reflexionar acerca de si los gobiernos están actuando del mejor modo. Especialmente a quienes se han confiado en la vacuna y de persona vacunada a persona vacunada, les pido la lectura de esta columna dando ese paso atrás.
Lo primero que nos debería llamar la atención de la demonización de los no vacunados es cómo autoridades y medios de comunicación están homogeneizándolos cuando, en realidad, es un colectivo muy heterogéneo. Bajo términos como "antivacunas" se les tacha de insolidarios, sin pararse a analizar cuál es el motivo para no pasar por la aguja. Los hay negacionistas del coronavirus y los hay, efectivamente, antivacunas de todo, de Covid, de gripe y de sarampión... de todo. Sin embargo, hay quien únicamente no consigue superar la incertidumbre que muchas de las personas vacunadas hemos experimentado y que, finalmente y mirando para otro lado, hemos ignorado: esa incertidumbre de desconocer los efectos secundarios de la vacuna, pese a reconocer lo positivo de la misma a corto plazo para contener la pandemia.
La ausencia de ese análisis, de esa distinción entre los diferentes perfiles que encontramos entre las personas no vacunadas, es muy llamativa. Del mismo modo, se impone una reflexión: si los gobiernos consideran crucial la vacunación para superar la pandemia, ¿por qué no es obligatoria por ley? Ya existen en nuestra legislación obligaciones por ley que recortan nuestra libertad individual, como es, sin ir más lejos, la obligación de llevar el cinturón de seguridad en el coche.
En lugar de que tomar esa medida, que sin duda generaría un gran debate, se está aplicando una suerte de chantaje, privando del acceso a determinados servicios si uno no está vacunado. En nuestro país, hasta el momento, sólo se ha hecho con el ocio en algunas Comunidades Autónomas, pero no parecemos estar muy lejos de intentar lo que otros países ya están aplicando: que sea obligatorio para poder trabajar.
Dicho de otro modo, o te vacunas o te mueres de hambre. ¿Por qué esa disyuntiva no hace que pongamos el grito en el cielo? Y, sobre todo, ¿por qué algunos gobiernos llegan a ese extremo, a ese nivel de extorsión democrática y, sin embargo, no tienen el coraje de hacer obligatoria la vacunación por ley? ¿Qué implicaciones para un gobierno tiene obligar por ley a una vacunación? Además del coste político que implica cualquier imposición, en caso de que se produjeran posteriormente perjuicios graves y permanentes, estos daños deberían ser indemnizados por el Estado. ¿Es este el motivo real por el que el gobierno se inclina más por ese chantaje de privación de servicios en lugar de, si tan crucial es la vacunación, velar por el bien común haciéndola obligatoria?
Sea cual fuera el motivo y abierta la espita de recortes de derechos y libertades civiles con la pandemia como excusa, toda la narrativa en los medios de comunicación se orquesta para la demonización del no vacunado y para señalar arbitrariamente en una noticia a quien camina por la calle sin mascarilla y, en la pieza informativa siguiente, mostrar imágenes de una carrera solidaria -patrocinada por dicho medio- en la que cientos de personas corren sin mascarilla y sin distancia de seguridad sin la menor mención a ello.
El objetivo de esta columna no es abordar el debate vacunas sí-vacunas no, pues en el momento que admito haberme vacunado evidencio mi postura; cosa bien distinta es que se trate de poner diferentes riesgos en una balanza y ver cuáles queremos asumir: si los de los efectos del coronavirus si nos infectamos -que es posible que ni tengamos- y, eso sí, el posible contagio a terceros; o los secundarios de una vacuna, dado que ha ido revelando efectos que no habían sido contemplados durante las fases de testeo.
Yo he elegido: estoy vacunado y lo hecho sin sentirme víctima del chantaje que los Estados están aplicando porque, por algún motivo que ningún responsable nos ha explicado, el Gobierno no se atreve a imponer la obligatoriedad de la vacuna. Esa falta de transparencia es contraproducente y dispara la contradicción en la que todos los gobiernos han caído durante la gestión de esta pandemia.