Rafael Nadal ayer hizo historia, no sólo por ser el tenista con más títulos de Grand Slam de la historia, sino por su perseverancia, por su espíritu inagotable de superación. Una vez más, se presta un logro deportivo y, más concretamente, la figura de Nadal, para que gurús profesionales y aficionados de la educación, el coaching y la gestión empresarial construyan sus disquisiciones de venta ambulante. ¿Por qué seguimos haciendo hincapié en el espíritu de superación en lugar de allanar el camino para que no cueste tanto esfuerzo todo?
Se cargan las tintas con el ejemplo que es Nadal; es inevitable, lo hace desde el oportunista que arrima el ascua a su sardina hasta quien simplemente se maravilla por la fortaleza física y mental del mallorquín. Ciertamente, la autodeterminación de Nadal es admirable, el modo en que lucha contra sí mismo para no darse por vencido es una cualidad que cualquiera quisiera tener.
Sin embargo, se nos escapa una reflexión por el camino: Dado que se traslada ese afán de superación al mundo extradeportivo, ¿no sería incluso más deseable que no existieran tantas trabas para lograr cualquier meta? Desde nuestra más tierna infancia se nos educa para competir, de un modo un otro, en lugar de para colaborar. Ese clima competitivo y no solidario es el que termina por exigir un espíritu de superación que no está al alcance de cualquiera. Ni siquiera Nadal podría por sí solo, precisa a su equipo, como muy bien destacó en su discurso antes de recoger el trofeo.
Sin embargo, en nuestro sistema no existe equipo, quien fracasa, se queda atrás. ¿Es acaso ahí, en esa soledad del fracaso, cuando hay que tirar de épica? ¿No sería mejor tejer redes de apoyo, unas condiciones en las que la disyuntiva entre éxito y fracaso, sencillamente, desapareciera?
La hipocresía es tal que los mismos gurús que explotan la figura de Nadal para sus absurdas teorías vende humo de gestión empresarial anulan la voluntad de los jóvenes. Lo hacen cuando en lugar de dejarles elegir el camino por el que seguirán su formación guiados por su vocación o sus inclinaciones, les demandan que escojan y estudien lo que demanda el mercado, extinguiendo su voluntad.
Así pues, bien está ensalzar los valores de Nadal -a los mencionados hay que sumar su humildad y sensatez-, pero no estaría de más acompañarlos por la creación, entre todas y todos, de una ambiente, de una sociedad en la que puedan prosperar, incluso, quienes no puedan tener esa fortaleza.
Por último, una pequeña llamada de atención, que estoy seguro que el mallorquín recibirá de muy buen agrado: Nadal es el jugador de tenis con más títulos de Grand Slam, pero aún sigue por detrás de los 24 títulos de Margaret Court, los 23 de Serena Williams o los 22 de Steffi Graf.