Cuando en un país su ciudadanía percibe que su riqueza está siendo esquilmada por la corrupción y que, además, ésta no se persigue de manera exhaustiva, es lamentable. Cuando esa sensación es confirmada por un organismo internacional como la Comisión Europea, es descorazonador. Es lo que ha pasado con la publicación del tercer informe sobre el Estado de derecho que se elabora en Bruselas, cuyo veredicto es demoledor: España es demasiado laxa combatiendo la corrupción que asola nuestro país.
Realmente es sonrojante para una democracia que vengan desde fuera a tirarle de las orejas por abordar la corrupción con tibieza. Es una carga de profundidad tanto para los legisladores como para la judicatura, dejando en paños menores nuestro Estado de derecho. La publicación del informe no podía haber llegado en mejor momento: una semana después de que las seis grandes constructoras del país fueran multadas con calderilla por haber alterado licitaciones públicas durante 25 años o el mismo día que el Tribunal Supremo anulaba por haber 'caducado' una multa a Repsol y a Cepsa de 20 millones de euros y de 10 millones de euros, respectivamente, por haber conformado un cártel.
La relación de casos de corrupción que, o bien se dilatan en el tiempo, o bien terminan con penas ridículas, muy inferiores a lo robado, es interminable, habiendo sumido a la ciudadanía en una mezcla de sentimientos que van de la resignación con el "todos son iguales" a "por qué no voy a hacer yo lo mismo en la medida de mis posibilidades". En ambos casos, la responsabilidad viene de arriba, de quienes, como denuncia el informe de la Comisión Europea, no hacen lo suficiente para cortar esta sangría de recursos públicos que terminan en los bolsillos de una panda de indeseables.
Asistir a la impunidad del rey emérito, a cómo se ha librado de una condena por ilegalidades demostradas por su condición de inviolable o por haber prescrito los delitos después de que la Justicia arrastrara los pies y fuera varios cuerpos por detrás de los medios de comunicación daña a nuestra misma democracia. La lista de casos de corrupción de un partido como el PP, denominado por la judicatura como "organización criminal", tiñe de negro todo el país. La privación de recursos públicos que han robado al estado de bienestar, unido a sus políticas privatizadoras de exclusión, se ha llevado por delante más vidas que ETA en toda su existencia... tanto que gusta a la derecha resucitar el fantasma de la banda terrorista.
A esta laxitud a la hora de perseguir la corrupción se suma la enésima llamada de atención por parte de Bruselas por el secuestro del Consejo General del Poder Judicial que sufrimos desde hace años. La separación de poderes inexistente en España no contribuye en nada a mejorar la lucha contra la corrupción, más bien todo lo contrario. Una circunstancia que todavía se ve más agravada cuando los mismos jueces hacen gala de su cuestionable moralidad al no dimitir de sus cargos para forzar lo que desde la política se ha encallado.
En esta coyuntura tan desoladora, la autocomplacencia que destilan los partidos políticos resulta nefasta: mientras se regalan los oídos hablando de democracia plena, millones de euros se van por el sumidero de la corrupción después de haber sido tributados con enorme sacrificio por una clase trabajadora cada vez más asfixiada. Y esa carencia de aire limpio ya no sólo procede por la precariedad que asola el país, sino por el inaguantable tufo a corrupción impune que campa a sus anchas, intoxicando la atmósfera local, autonómica y central.