Tener el título de Periodismo no te convierte automáticamente en periodista, del mismo modo que sacarse el carné de conducir no es sinónimo de saber circular con un coche. Aunque se hayan aprobado los exámenes a la primera, se puede colisionar cada vez que se sale a la calle. Lo mismo sucede con algunos periodistas, que crean páginas webs con el único propósito de chocar contra los rivales políticos de sus financiadores, aunque para ello tengan que ir en dirección contraria y embestir contra sus vidas privadas.
Tratar de hacer pasar por medio de comunicación ciertas páginas web que sobreviven a base de manipulación es muy peligroso. Nada tiene que ver con el periodismo tal práctica, ni siquiera con el mal periodismo; esta práctica se encuadra en otra dimensión, más cercana a la (de)generación de contenido al servicio de sus pagadores jugando sucio. Terminan convirtiéndose en vertederos de basura digital sostenidos por dinero público.
La publicidad institucional siempre ha existido, entre otras cosas, porque sirve a las distintas Administraciones para llegar donde ellas no alcanzan. Es evidente que esta publicidad viene padeciendo cierto grado de perversión, pues los distintos gobiernos, ya sean municipal, regional o central, arriman el ascua a su sardina, sean del signo político que sea. En esta misma línea, tiende a inclinarse la balanza del lado de los medios de comunicación del mismo signo político que el pagador, aunque por una mera cuestión de estética -y para alcanzar a otras audiencias-, se reparte también el pastel con los otros actores mediáticos.
Sin embargo, existen casos, y Madrid es uno de ellos, en los que no sólo este pastel no se reparte, sino que se financian webs que distan mucho de un estándar mínimo de calidad periodística y generan y distribuyen odio en redes sociales. Pagar a una web, sólo en 2021, cerca de medio millón de euros a cambio de acosar sistemáticamente el domicilio de un vicepresidente y una ministra o amplificar la narrativa bélica de Ayuso debe parecer a la derecha, incluso, barato. No lo es, es caro, muy caro, especialmente para nuestra democracia.
La página web en cuestión, escaparate de los mensajes de quienes acosan a las mujeres a la puerta de las clínicas abortivas, no tiene ningún límite a la hora de favorecer a sus benefactores. Lo mismo trata de desacreditar a un joven que inesperadamente se convierte en altavoz de las familias afectadas por las obras de metro de San Fernando de Henares, que se han quedado sin hogar por una deficiente planificación sin que la Comunidad de Madrid aporte soluciones habitacionales, que carga contra el ministro Garzón y su mujer por tener su tercer hijo en un hospital público de gestión privada.
La web en cuestión recurre como estrella del medio a un youtuber que ganó popularidad a base de escupir exabruptos y que se ha ganado múltiples denuncias por incitación al odio. Si esencial le resulta el dinero público que inyectan quienes encuentran en la web una barra libre para su propaganda, vital le es ese odio. Tanto el personaje en que se ha convertido su creador como la propia página web viven a partes iguales de esa financiación y del odio que generan y difunden, parasitando peligrosamente la misma democracia.
El responsable de la web hace gala de una mente profundamente retrógrada, incapaz de entender, por ejemplo, que ser de izquierdas no está reñido con pagarse un seguro médico privado; con lo que estaría reñido es con pretender que ésta sea la única opción deteriorando la pública, como persigue la derecha. La materia gris del personaje es tan gris -ustedes ya me entienden- que pintarse las uñas de rojo lo considera un desafío titánico y, lo que es peor, cree que le puede interesar a alguien. Tal es su vanidad infantil. Haría bien el tipo si leyera libros como ¡Vivan las uñas de colores!, de Alicia Acosta, de una lectura tan sencilla que incluso él podría entender.
No vale todo. No debería. La prensa funciona por el equilibrio ideológico que existe entre los diferentes medios que, respetando ciertos mínimos periodísticos, describen la realidad pasándola por sus respectivos crisoles. No son necesarios los ataques personales o la invasión de la intimidad para ejercer oposición o reforzar determinados mensajes políticos. Tampoco lo es lanzar mensajes de odio contra menores migrantes, criminalizándolos.
Cuando se introducen actores que no respetan dichos estándares de la profesión y se les dota de músculo con dinero público para que actúen más como mamporrero de sus pagadores, lo único deseable es que en una de esas colisiones provocadas terminen en siniestro total.