Hace un par de semanas, la Fiscalía reprochó a los obispos la "escasísima información" que estaban aportando en la investigación sobre abusos sexuales a menores cometidos por la Iglesia. La Conferencia Episcopal puso entonces el grito en el cielo, remarcando su disposición a colaborar. Apenas quince días después, conocemos que el Arzobispado de Barcelona ha estado ocultando a un depredador sexual cuyos abusos se conocen desde los años 70. Esa es su colaboración; esa parece ser la naturaleza de una institución podrida desde los cimientos.
El hecho de que el 60% de las 70 diócesis ni siquiera contesten a los requerimientos de la Fiscalía no parece, precisamente, un alarde de colaboración. Si, además, el 40% que sí lo hace recurre a una plantilla y prácticamente no aporta datos, como denunció el Ministerio Público, la impostura es absoluta. Por este motivo y echando la vista atrás a la larga lista de casos de pederastia ocultada por la Iglesia, no sorprende tanto, aunque sobrecoge, lo sucedido en Barcelona.
El Arzobispado de Barcelona conocía desde la década de los 70 que acogía a un depredador sexual en el municipio de Caldes d'Estrac (Barcelona). Otro párroco, alarmado por los testimonios de los menores, y un padre que denunció por carta, solicitando el traslado del sacerdote Josep Vendrell donde no hubiera niños, debieran haber bastado para que el arzobispado hubiera puesto las "prácticas sexuales inmorales" en conocimiento de las autoridades. En su lugar, miró para otro lado.
El resultado no es otro que el que cabía esperar: los abusos continuaron, marcando a varias generaciones de menores en Caldes d'Estrac. A pesar de los dos informes de un párroco y de la carta del padre, aún a día de hoy el arzobispado se escuda en no haber recogido "ninguna denuncia directa de las víctimas o de sus familias". Vendrell murió en 2004, haciendo de este mundo un lugar mejor, pero sus víctimas continúan sufriendo por sus abusos.
No es la primera vez que el Arzobispado de Barcelona está salpicado por casos de pederastia. En 2021 ya constató "indicios fundados" de abuso sexual de un sacerdote jubilado y ese mismo año los Mossos d'Esquadra detuvieron a un párroco de 63 años, acusado de guardar en su ordenador vídeos de pornografía infantil. Hay un patrón de conducta, por un lado, y de ocultación, por otro. En ambos casos, hacen que la Iglesia no resulte una institución ni que inspire respeto ni confianza.
Antes los graves abusos de Vendrell conocidos -hasta 20 casos ha documentado la investigación del diario El País-, el arzobispado ha remarcado su deseo de contactar con las víctimas para conocer "de primera mano todo lo relativo a este caso con el fin de aclarar los hechos ocurridos y tomar las medidas oportunas". Sin embargo, parece lógico pensar que cualquier víctima en su sano juicio evitaría volver a meterse en la boca del lobo.
Ni la Iglesia en conjunto ni la Oficina de Atención a las Víctimas de Abusos de la Archidiócesis de Barcelona han dado motivo alguno para confiar en ellas, más bien al contrario, si algo despiertan es el deseo de poner cuanta tierra por medio sea posible. Cuando un espacio que se nos presenta como un lugar de protección y cobijo es, en realidad, el coto de caza para depredadores sexuales que actúan con impunidad, ¿qué respeto se puede tener para esa institución?
Es obvio que la Iglesia contará con miembros dignos de elogio, pero el retrato que se nos muestra de la institución en su conjunto es desolador: más allá de su pasado cubierto de sangre de inocentes tampoco se percibe voluntad de redención, a la luz de su escasa colaboración por limpiar su propia casa. No es la primera vez que desde este espacio animo a las víctimas a denunciar a sus agresores, sabedor de lo complicado de dar este paso, pero hacerlo crea vínculos con las, a buen seguro, otras víctimas de ese depredador; contribuye a sanar o, al menos, a mitigar todo el dolor causado. Si lo hacen, por supuesto, háganlo en la justicia ordinaria y aléjense de la Iglesia, huyan de ese coto en la que la veda del menor parece seguir abierta.