Nada más terminar de poner orden en la calle, la gente del PP ha caído en la cuenta de que se les ha quedado fuera el campo. Y, más concretamente, el campo de entrenamiento, que es ese lugar donde los militares suelen ir de picnic a pegar tiros y tripazos. Lo sé bien porque en 1989 me tocó la mili en Burgos y una manaña los oficiales nos llevaron de excursión: dos o tres horas de alegre caminata hasta que de repente oímos unos disparos a lo lejos, unos silbidos sobre nuestras cabezas y nos arrojamos de bruces a la hojarasca, igual que en las películas. Muerto de risa, un sargento nos dijo que no nos preocupáramos, que todo estaba calculado, que eran las balas que pasaban por encima del talud de tiro que estaba unos cientos de metros allí abajo. Pero a algunos, instantáneamente, nos dio por pensar qué pasaría si un trozo de plomo rebotaba en el tronco de un árbol y le daba por dirigirse al hígado, por ejemplo.
Morenés es, probablemente, el único ministro del ejecutivo que sabe lo que se hace, por algo es un profesional de la venta de armas. Es como si Montoro fuese enterrador, Cospedal charcutera o Wert bibliotecario, no sé si me explico. Morenés conoce de sobra el riesgo que tiene el material con el que comercia, de ahí que haya tenido que explicar la existencia de un documento donde se propone investigar a militares sospechosos de radicalismo. Con una brillante tautología que no desmerece de los mejores monólogos de De Guindos ha dicho: "Las Fuerzas Armadas tienen que tomar todas las medidas que impidan que ocurran asuntos peligrosos para la propia seguridad de las Fuerzas Armadas".
Traducido al lenguaje civil, esto no tiene nada que ver con que un señor saque unos tanques de paseo por las calles de Valencia, ni con que un guardia civil bigotón entre en el Congreso a montar una barraca de tiro al plato, ni con que un día a un general más o menos enano le dé una ventolera, monte una guerra civil y fusile de paso a unos cientos de miles de transeúntes que, casualmente, estaban alterando el orden. Se refiere, más bien, a que un soldado borracho empiece por su cuenta una guerra civil en el cuartel sin atender a la cadena de mando. Se refiere a las historietas de la mili burgalesa que contaba antes, sin ir más lejos, al momento aquel en que hacíamos prácticas de tiro y entregaron un fusil ametrallador cargado con cinco balas reglamentarias a un montón de jovencitos que lo más parecido a un arma de verdad que habíamos tenido en las manos hasta ese momento era una escopeta de feria. Por más que el sargento vociferó en diversos tonos que el seguro debía colocarse no en el dispositivo de "ráfaga" sino en el de "tiro a tiro", un chaval se equivocó, apuntó al blanco y el retroceso de la ráfaga casi le hizo dar media vuelta. Afortunadamente sólo había cinco balas porque si el cargador llega a estar repleto hubiera diezmado al regimiento. Gran colleja y exabrupto ejemplar del sargento al recluta patoso, que se había quedado medio girado con el cetme humeante como un reloj dando las tres y cuarto. Como decía Gila, es lo malo de las guerras, que tienen un peligro.
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