En Ucrania docenas de miles de manifestantes salen a la calle a airear su descontento. Dejando aparte el sentido y la justicia de sus reivindicaciones, su protesta adquiere mucho más valor si se advierte el frío siberiano que recorre Europa durante este otoño póstumo. Hay que tener ganas, pero muchas ganas, de tirar un gobierno abajo cuando te expones a trincar una neumonía o a que te amputen diversas extremidades. Sin embargo, en esto de manifestarse, parece que aún no se ha inventado nada mejor que patear la puta calle.
Resulta pasmoso contemplar el desbarajuste entre la política y el resto del tablero de juego. La democracia parlamentaria se echó a hibernar allá a comienzos del siglo XIX, aferrada a las supersticiones del escaño, y todavía no se ha despertado del letargo. En dos siglos, en cuestión de organización ideológica, no hemos podido inventar nada mejor que la derecha y la izquierda. Pensándolo bien, da mucha pena y también bastante asco. Es como si los médicos aún practicaran sangrías con sanguijuelas y no supieran nada de los antibióticos, de la neurocirugía y del escáner. Como si los físicos siguieran aferrados al modelo de Laplace y lo desconocieran todo de la teoría cuántica y de los agujeros negros. Como si los novelistas aún confiaran en el autor omnisciente, los músicos ni siquiera hubieran alcanzado a vislumbrar el cromatismo y los poetas aún compusieran odas a los pajaritos.
Para entendernos: en esto de la política es como si todavía viviéramos sin electricidad, sin calefacción y sin agua corriente. Como si viajaramos en calesa, escribiéramos cartas a mano y lo ignoráramos todo acerca de la ducha, el bidé y las ventajas de la higiene en general. Vivir representados por políticos profesionales es igual que cohabitar con golondrinos en el sobaco, liendres en el pelo y pelotillas en los dedos de los pies. No obstante, parece que tendremos que aguantarnos porque, vistos cómo salieron los diversos experimentos en materia utópica y los ismos de toda clase y condición, al parecer tampoco hemos inventado nada mejor. Ni siquiera hemos podido perfeccionar el modelo revolucionario de tomar la calle, agitar una pancarta o apedrear un escaparate.
Es más, el poder está dando una vuelta de tuerca generalizada para regresar más atrás: en España, a ser posible, al Concilio de Trento. Mientras en buena parte del globo terráqueo las mujeres ni siquiera han alcanzado la categoría de seres humanos, en occidente se trabaja a fondo para ampliar los límites de la jornada laboral, la edad de la jubilación y la prohibición del trabajo infantil. De momento los niños sólo curran a la vista en los supermercados chinos pero todo se andará. La religión ha vuelto por sus fueros y el feudalismo aprovecha para colarse de rondón disfrazado de liberalismo económico. La caída de las Torres Gemelas escenificó el despertar del sueño: al chocar uno contra otro los dos grandes símbolos de la civilización occidental, el rascacielos y el avión a reacción, nos devolvieron de golpe a la Edad de Piedra. Cuando Fukuyama anunció el final de la Historia no alcanzó a ver que el siglo XXI no era, ni mucho menos, un fin de trayecto sino una marcha atrás. No una fiesta sino una glaciación.
Abríguense. El invierno promete ser muy frío y muy, muy largo.
Comentarios
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