Estos días anda por España Mingma Sherpa, el primer sherpa que coronó los catorce ochomiles, un hombre tranquilo y jovial que entre otras cosas ha visitado el Museo del F. C. Barcelona donde ha declarado su admiración por Leo Messi. Poco importa que los catorce ochomiles sean probablemente la marca deportiva más impresionante que existe y que apenas un selecto puñado de hombres y mujeres haya tocado con sus manos los catorce vértices del planeta. La distancia mediática entre el as argentino y el casi anónimo escalador nepalí es astronómica, prácticamente la misma que va de una estrella de cine a un encargado de maquillaje, casi tan inmensa como la que separa el fútbol del alpinismo.
Sin embargo, y salvo excepciones, las declaraciones de grandes futbolistas como Messi o Cristiano Ronaldo suelen ser onomatopéyicas y al periodista le cuesta exprimir algún titular más allá de "Mi papá es el que maneja el dinero" o "Me siento triste". Ellos hablan con los pies y el césped es su campo de retórica. En cambio, ya sea por la dureza de su oficio, por la humildad de sus orígenes o por la visión impresionante de los techos del mundo, las palabras de Mingma destilan una sabiduría acorde con un maestro zen: "Todo el mundo quiere escalar el Everest. ¿Alguien tiene derecho a quitar ese sueño a los demás? El dilema no es tanto que haya mucha gente como el tomar las medidas necesarias para que eso no se convierta en un problema".
Mingma pertenece a esa generación de trabajadores de la montaña que pasaron su infancia en un medio decimonónico, entre nieves perpetuas, en pequeñas aldeas sin luz ni agua corriente, pero que ahora se enorgullece de que sus hijos puedan ir a la escuela en autobús y disfrutar de comodidades que él no conoció ni en sueños. Aunque eso pueda significar también perder las raíces, el contacto con las grandes montañas. Los ochomilistas, la élite de los grandes escaladores que desde comienzos del pasado siglo se lanzó al asalto de los bastiones del Himalaya, fueron quienes plantaron esa semilla de progreso. Por ejemplo, en sucesivas expediciones al Karakorum, el equipo de Al filo de lo imposible ayudó a que la pequeña aldea baltí de Hushé, cuyos habitantes vivían en condiciones prácticamente medievales, contara con una pequeña central eléctrica, una escuela infantil y un sanatorio. Les pareció una buena manera de demostrar su agradecimiento por el trabajo de esos porteadores que, a cambio de unas pocas rupias, son capaces de atravesar abismos y desfiladeros acarreando la impedimenta necesaria para enfrentarse a monstruos como el K2 o el Broad Peak.
A más de siete mil metros de altitud, en la llamada zona de la muerte, es donde los hombres se revelan como son y los actos se cargan de significado. Allí, por desgracia, es habitual que, entre los alpinistas occidentales, japoneses o coreanos, se deje atrás a quien ha sufrido un accidente y no puede valerse por sus propios medios. Una vez me tocó escribir la historia en que una cordada de Al Filo compuesta por los hermanos Iñurrátegui, José Carlos Tamayo, Jon Lazcano y los porteadores Ibrahim y Heder se jugó la vida para rescatar de las fauces del Nanga Parbat a un alpinista colombiano gravemente herido a quien otras expediciones habían abandonado a su suerte. Entre algunos sherpas y baltíes esos gestos adquieren el rango de un deber sagrado. Cuando le preguntaron cómo es posible ayudar a alguien en la zona de la muerte, Mingma Sherpa respondió: "Si tú y yo estamos juntos a ocho mil metros, y tú estás en problemas, puedo ayudarte. Y si no puedes moverte ni yo puedo sacarte de ahí, moriremos juntos. Una cordada es una cordada. Un compañero no abandona a su compañero. Eso es el alpinismo auténtico".
No hace falta decir que, si fuesen capaces de entenderlas, estas palabras podían servir a nuestro muy cristiano ministro del Interior y a nuestra no menos cristiana Guardia Civil mejor que muchos sermones y monsergas dominicales. Señor Fernández Díaz, señores picoletos, eso, más que alpinismo, es humanidad.
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