El efecto 2000 se presenta en España con catorce años de retraso. Aquel temido cambio de dígitos que iba a desbaratar la estructura informática provocando un caos mundial sin precedentes y que pasó de puntillas por los ordenadores, aterrizó de golpe el sábado pasado en Orriols, una barriada de Valencia, con un reparto de comida exclusivamente para autóctonos. A España 2000, el partido de extrema derecha que patrocinaba este acto de caridad xenófobo, le sobra al menos una centuria en su denominación de origen; deberían llamarse España 1939 o España 1492 o Santiago y Cierra España.
Este sábado, antes de que los relojes adelantaran de las dos a las tres, un grupo de españoles fetén ponía el reloj en hora con Amanecer Dorado y con el Frente Nacional de Marine Le Pen. Alimentos con denominación de origen y destino, una línea divisoria que nos retrotrae hasta los orígenes del fascismo y mucho más allá, a la España Negra, a la Inquisición, a las guerras de religión, a las matanzas de hugonotes, a la Contrarreforma y a la limpieza de sangre. Una Europa que creíamos muerta y enterrada bajo las ruinas del III Reich, en la vergüenza infinita de los campos de exterminio, de las expulsiones de judíos y moriscos, de las persecuciones de gitanos, vuelve por sus fueros merced al miedo, el miedo al extranjero, el miedo al otro, al que salta la valla de Melilla, cruza en patera el Estrecho, a quien no tiene derecho a nada porque gasta otro color de piel o saltó a esta tierra en el siglo equivocado.
Hace falta ser paleto e ignorante para, a estas alturas de la película, ponerse a hablar de "autóctonos" precisamente en España, ir a defender el concepto de linaje nacional, cuando España (como dice el sargento Fox en mi novela Todos los buenos soldados) "es un perro de mil leches", un cruce experimental de todas las razas y pueblos habidos y por haber: íberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, judíos y, desde hace unas décadas, también argentinos, peruanos, ecuatorianos, mexicanos, chinos, moros, senegaleses, rumanos, polacos y lo que se les ocurra.
España todavía lleva la hora de Berlín por el capricho de Franco de hacerle la pelota a Hitler y no obedecer al meridiano de Greenwich, que es muy británico. Basta mirar un reloj y un mapa de Europa para saber qué ideología triunfó y prosperó en este país desde finales de la guerra civil. Parecía que, aparte de en la península ibérica y de ciertos episodios balcánicos y griegos, el fascismo había sido erradicado de la faz del continente desde 1945 pero era mentira, permanecía en estado latente, igual que el bacilo de la peste cuyos restos acaban de encontrar en unas tumbas perdidas en Londres y del que advertía Camus al final de su novela:
Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las envíe a morir a una ciudad dichosa.
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