He visitado Auschwitz dos veces, la primera durante un periplo por buena parte de Polonia que me llevó de Varsovia a Gdansk y de Torun a Cracovia. He narrado ese viaje en un libro ya prácticamente agotado, La sangre y el ámbar, donde especifico que, aunque ya había visitado dos campos de exterminio, Majdanek y Treblinka, la entrada en Auschwitz me supuso una conmoción psíquica casi insoportable. Las fotos de los prisioneros asesinados decorando los barracones; las montañas de zapatos, gafas y maletas; la tonelada y pico de pelo humano que ocupa una urna de cristal como un inmenso animal de una especie desconocida; el frío gélido que traspasa por dentro de los huesos y cuyo rencor va más allá de la temperatura.
Es verdad, abusé de las cifras kilométricas, los millones de muertos y los adjetivos indefinidos, escribí que el horror del Holocausto era "inabarcable" y que "en sí mismo, Auschwitz es inimaginable". Me disculpaba, aunque poco, la enormidad del crimen. En un lugar así un escritor toca los límites del lenguaje, pero si hubo hombres capaces de planear semejante matadero, hombres que lo ejecutaron y hombres que lo sufrieron, también debe haber hombres capaces de contarlo. Los judíos cautivos, las víctimas principales de la insania nazi, fueron los primeros heraldos de su propia destrucción: la relataron en crónicas, en pinturas, en dibujos, la describieron minuciosamente en trozos de papel higiénico. Hoy el visitante curioso puede contemplar los documentos y los grabados de ese arte apocalíptico: el ser humano intentando explicar su martirio, interrogándose sobre su dolor, su absurdo, su sentido. En cierto modo, lo que queda de Auschwitz hoy día es un parque temático del exterminio, un lugar donde los turistas van a hacerse fotos debajo del arco maligno del Arbeit match frei y a capturar el ramal de vías muertas que va a desembocar en los siniestros torreones de Birkenau. En alguna línea del libro escribí que Auschwtiz es la refutación exacta de la parapsicología, puesto que ningún castillo misterioso donde se cometieron asesinatos horripilantes y donde supuestamente se graban psicofonías puede competir con la mayor casa embrujada sobre el planeta.
Entre la chatarra de los hornos crematorios, en la fantasmal sala de duchas donde se agolpaban a diario cientos y cientos de seres humanos desnudos, no se escucha nada, no sobrevive nada. No queda un solo grito estampado entre esos muros sombríos, una señal del más allá que atestigüe la atrocidad de aquellos días finales en que la maquinaria de la muerte trabajaba a destajo, cuando el campo rebosaba a causa de los cientos de miles de judíos húngaros recién llegados y las chimeneas devoraban tres mil cadáveres diarios. Hubo un día bíblico en que se agotó la provisión de Zyklon B y los guardianes nazis arrojaron a los niños vivos al fuego de los hornos.
Medio siglo antes de Auschwitz, un escritor polaco, Joseph Conrad, encontró y describió una sucursal del infierno en medio del Congo belga. Puso por escrito su denuncia en El corazón de las tinieblas, un libro terrorífico que apenas era un pálido reflejo del genocidio instaurado a mayor gloria del rey Leopoldo de Bélgica y que costó la vida a más de diez millones de personas. Conrad no podía imaginarse que el mismo horror industrial que él fue a buscar en lo más profundo de la selva iba a reproducirse en su propio país de la mano de la nación más adelantada de la tierra. Porque Auschwitz -conviene no olvidarlo- no es un desvío de la historia ni un producto de la barbarie sino de la civilización, un fruto cancerígeno del humanismo, una rama podrida del mismo árbol espléndido que nos dio el Quijote, la Novena Sinfonía y la Declaración de los Derechos del Hombre. Fue exactamente lo contrario de una matanza: una cadena de montaje de la aniquilación, una refinada y compleja máquina de matar ideada por políticos, planeada por ingenieros, justificada por filósofos, organizada por médicos, militares y científicos. Al lado de uno de los barracones de Birkenau un profesor polaco les contaba a sus jóvenes alumnos: "Estáis aquí para aprender, para que esto no vuelva a repetirse. Recordad esto siempre. Y pensad que hace sólo unos años, durante la guerra de Yugoslavia, un soldado serbio estaba sentado con un cubo lleno de ojos humanos a sus pies. Entonces otro soldado se acercó y le preguntó si le traía hielo para conservar mejor los ojos. Me da igual, respondió el soldado. Me traen un cubo de ojos nuevos cada día".
Al comienzo de El corazón de las tinieblas, Conrad escribe que el capitán Marlowe, anclado en una noche sin luna, echa la vista atrás, hacia las salvajes tribus enemigas de Roma que infestaban las márgenes del Támesis, y piensa que siglos atrás Londres también fue "uno de los lugares oscuros de la Tierra". Después de Auschwitz ya no nos cabe esa inocencia, esa ingenuidad. Ahora ya sabemos dónde iba a parar Roma, dónde iban a dar las vías ferroviarias del progreso. Auschwitz también es Europa. Más nos valdría no olvidarlo jamás.
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