En un lugar de la banca, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que prosperaba un millonario de los de patria en billetero, gomina en ristre, maletín gordo y euro corredor. En el mejor homenaje que se haya hecho al Quijote en los fastos del cuarto centenario, Mario Conde se reinventó a sí mismo como otro ente de ficción, tertuliano de alquiler, predicador a ratos y filósofo capitalista. El personaje venía a sustituir a su anterior armadura, ese otro Mario Conde con el que sólo compartía el nombre.
Bien predica quien bien vive, decía Alonso Quijano. Conde no sólo daba lecciones de moral y economía desde su púlpito televisivo, sino que incluso revitalizó el maltrecho género de los libros de caballerías con varias publicaciones de éxito que le ganaron un merecido éxito de público. "Contemplo el cosmos, veo su inmensidad y me formulo tantas preguntas de golpe que llego a sentirme mal, a marearme, incapaz de deglutir tanta inmensidad sintiendo nuestra gigantesca pequeñez" escribió Conde en Los días de gloria. No hay que distraerse con la cháchara metafísica: el término clave en ese chorro de palabrería es el verbo "deglutir". A eso vino Conde al mundo, a comérselo por los pies. Los mismos palurdos que habían adorado al rey Midas del Banesto adoraban ahora al Savonarola de Intereconomía. En efecto, se lo merecían.
España aceptó al segundo Mario Conde con la misma credulidad lerda y bonachona con que Sancho Panza aceptaba las invenciones y locuras de Don Quijote. Creían a pie juntillas la primera chorrada que dijera: que no tenía ni un duro, que habían conspirado contra él, que lo había pasado muy mal, que había cambiado mucho. Antes aseguraba que leía a los clásicos en latín, pero no le hacía falta porque el latín ya lo traía sabido de casa. Sólo desde la inocencia más infantil puede entenderse que Conde siguiera viviendo a cuerpo de rey, trasladándose de pazo a pazo y de palacete en palacete sin que le tocaran ni un euro, a pesar de la enorme deuda que sigue manteniendo con la Hacienda pública y que va a caducar cualquier día de éstos. Mientras otros miles de españoles acababan en la puta calle por unos cuantos euros, él seguía disfrutando de una inmensa Ínsula Barataria sostenida por la ficción de que ya había vendido todas sus propiedades. ¿Cómo iban a sospechar los jueces, pobrecillos, que Conde estaba haciendo, otra vez, literatura con la vida? He ahí la gran lección del Quijote.
Cada vez que se llevaba un palo, don Quijote explicaba que un encantador rencoroso le había trastocado la realidad; el mismo procedimiento mágico con el que, sin ningún pudor, Mario Conde enseñaba el forro de sus bolsillos. El periodismo a sueldo que hasta hace una semana ensalzaba su figura en dos tomos y lomos (el Banquero y la Víctima) se ha encontrado de repente con el embrujo deshecho. Resulta que nunca hubo gigantes ni ejércitos enemigos ni magos malvados, sino ovejas atontadas, cajas fuertes destripadas, ahorros saqueados y un robo de dimensiones planetarias. Al igual que el Quijote, Mario Conde se presenta en dos partes: en una se llevó el dinero al extranjero y en la otra lo iba trayendo en maletines a España. La primera vez fue la estafa como farsa y la segunda vez también. A los billetes de quinientos euros los llamaban Bin Laden porque muy poca gente los ha visto; en España deberíamos llamarlos "Dulcineas del Toboso".
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