La campaña para las elecciones catalanas está quedando de lo más española. Como en aquella ácida comedia de Berlanga (Todos a la cárcel), varios dirigentes de ERC, encabezados por Marta Rovira y Raül Romeva, acudieron ayer a la prisión de Estremera para mostrar su apoyo a los líderes encarcelados. La cosa no hubiera pasado a mayores sin la intervención de una docena de espontáneos del sindicato de ultraderecha Hogar Social, que llegaron para corear consignas geográficas. Tras ser amablemente instruidos sobre la localización de Cataluña, los independentistas fueron conducidos de nuevo al autobús por unos guías de turismo de la Guardia Civil. Fue una visita relámpago, como aquellos viajes que contaba Gila, donde a una señora le entraban ganas de orinar en Holanda pero tenía que esperar hasta que llegaran a Bélgica. Desde que Puigdemont tomó Bruselas como centro de operaciones, Cataluña se ha extendido un montón.
La acción de estos enérgumenos neonazis (que lo mismo se manifiestan contra los inmigrantes, que le pegan una paliza a unos homosexuales o le rompen un brazo a un chaval) ha polarizado de nuevo el conflicto, reduciéndolo a sus componentes esenciales: banderas, insultos y amenazas, un poco al estilo de aquel simulacro de referéndum donde las papeletas eran de mentira pero las hostias eran de verdad. Justo cuando la organización Rights International Spain recuerda la cantidad de deudas pendientes que tiene el gobieno español con la justicia (desde las devoluciones ilegales de inmigrantes a la impunidad de los crímenes franquistas), una vez más la extrema derecha española ha demostrado que es más extrema incluso que española, enseñando al mundo entero algunas de nuestras extrañas costumbres en materia de protección animal. Gracias a esos obcecados cachorros de Franco, Hitler y Mussolini, España sigue siendo lo que es.
Por su parte, el presidente en funciones de Forrest Gump, Mariano Rajoy, se ha sacudido de su pereza legendaria para trasladarse al puerto de Barcelona, desde el que grabó un video con una de sus habituales caminatas a paso rápido y talón parado. "Amanece en Barcelona" dice con infatigable optimismo y algo de resuello Mariano, "y amanece en España". La referencia cinematográfica va esta vez dirigida a la obra maestra de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, una película cuyo guión, argumento y personajes cada día se parece más a la realidad. Para que luego digan que el PP no cuida el cine español.
Al igual que el alcalde interpretado con irrefrenable cachaza por Rafael Alonso, el presidente ha urgido a los catalanes a reunirse de nuevo en la plaza del pueblo a hacer flashback. El flashback peninsular ha rebasado ya el Concilio de Trento y sigue recto hacia Atapuerca, pero lo que les pide ahora Mariano a los catalanes es que repitan el mismo desbarajuste político que quedó planteado tras las recientes elecciones. Para ello tiene a Albiol, el hombre planta que le brotó a Soraya en un bancal y que no para de crecer para abajo, escarbando sin tregua hacia el subsuelo electoral del PP. Con sus cabalgatas mañaneras, el presidente logra la paradoja de moverse hacia delante al tiempo que el país marcha hacia atrás, con la esperanza de quedarse en el mismo sitio. En el surrealista final de la película, un guardia civil se liaba a tiros para que el sol saliera por donde Dios manda, pero lo más probable es que, tras los comicios, salga otra vez por Antequera. En las elecciones de Amanece que no es poco se elegía el alcalde, el cura, el maestro, la puta, las adúlteras, una marimacho y un homosexual, aunque siempre ganaban los mismos. Hasta había un borracho, Carmelo, que votaba dos veces, como si fuese catalán.
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