La diplomacia, como muy bien sabía Groucho Marx, es el arte de extender una mano en son de paz mientras se suelta una bofetada con la otra. Al menos así han sido hasta la fecha mis contactos cara a cara con diplomáticos españoles, un par de ellos, breves pero intensos; creo que ya he contado en algún sitio que en ambas ocasiones estuve a punto de liarme a guantazos y, de haber sido embajador de un país extranjero, no habría dudado en declararles la guerra. Uno empezó a reírse de los polacos cuando se enteró de que yo acababa de escribir un libro sobre Polonia y el otro comentó lo fácil y barato que era tirarse a las jovencitas de cierto país africano. Pensé que era una suerte que se dedicaran a la diplomacia, porque en mi barrio, que de diplomático no tiene nada, si cualquiera de ellos se hubiera metido a mecánico, churrero o electricista, ya les habrían calzado varias hostias.
Con Donald Trump el difícil arte de bailar el rigodón mientras se tiran los trastos a la cabeza ha entrado en una nueva fase, que bien podríamos denominar pos-diplomacia, por llamarla de algún modo. Hace sólo unas semanas se cargó por las bravas un acuerdo internacional con Irán que implicaba a otros cinco países y uno de los pocos motivos que los analistas pudieron encontrar para semejante pataleta era que así fastidiaba una de las pocas cosas que había hecho bien Obama. Nunca hay que subestimar el simple rencor, la fijación anal o los complejos psicoanalíticos a la hora de enjuiciar los actos de los presidentes norteamericanos. No hay más que recordar que Bush II, contra el consejo de sus mejores generales, inició la Segunda Guerra del Golfo sólo para ver si podía joder todo lo que su padre había dejado intacto en la Primera.
La pos-diplomacia de Trump alcanzó un gran éxito la semana pasada durante la cumbre del G-7, donde se enfurruñó y se cruzó de brazos delante de sus colegas europeos como un niño pequeño que no quiere tomarse la sopa. Finalmente los mandamases firmaron un comunicado conjunto en el que reconocían que habían llegado a "un acuerdo para estar en desacuerdo", lo cual sonaba casi tan prometedor como el Pacto de Munich. Trump estaba a punto de emular a Groucho en el papel de Rufus T. Firefly, presidente de Freedonia, pero el problema fue cuando terminó de encabronarse con el presidente canadiense, Justin Trudeau. Por la mudez y por los pelos, recordaba más a Harpo persiguiendo señoras a bocinazos.
En el momento de ir a reunirse a solas con el dictador norcoreano, Kim Jong-un, el mundo entero contuvo la respiración a la espera de un conflicto termonuclear, por lo menos. Los mensajes que se habían lanzado uno a otro en los meses precedentes prometían una velada lo que se dice calentita. Kim se jactaba de tener preparado un misil intercontinental capaz de reventar el corazón de Estados Unidos si se les ocurría atacar Corea del Norte, y Trump respondía que no le tocara mucho las narices, que le borraba el país del mapa. Trump lo llamaba loco, tipo malo y maníaco, y Kim comparaba sus invectivas con los ladridos de un perro. Tanto probar la diplomacia y el diálogo con Kim Jong-un, y al final Trump ha descubierto que lo mejor es ponerse a su nivel, como César Millán arrancándose a bocados contra un pitbull (aunque entre Trump y Kim es difícil saber cuál de los dos sería el entrenador).
A lo mejor por eso mismo el encuentro se desarrolló mucho mejor de lo esperado. También porque, afortunadamente, en lugar de los canales diplomáticos habituales, Trump y Kim utilizaban la paloma mensajera de twitter, la cual en la mayoría de las ocasiones acababa achicharrada, tiroteada o muerta de un trompazo, como el pajarillo de First Dates. La metáfora avícola les debió dar la idea de concluir la escalada de violencia verbal en una cita donde sólo faltaba Carlos Sobera asesorado por un musculado psicólogo argentino. Contra todo pronóstico, casi se hacen amigos, al contrario que Obama, que iba de buen rollo con todo el mundo y con un Nobel de la Paz a cuestas, pero que en ocho años ha arrasado Siria, destrozado Libia, descoyuntado Yemen, apoyado un golpe de estado en Honduras y expulsado más inmigrantes de Estados Unidos que todos los demás antecesores en el cargo. Trump y Kim no han arreglado nada ni han dispuesto una hoja de ruta ni acordado un solo detalle, pero la foto ha quedado fenomenal, para anunciar una peluquería.
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