Últimamente, los periódicos abundan en presentar fotos de Albert Rivera y Pablo Casado uno al lado del otro, a veces enfrentados, a veces sonriéndose, ambos esforzándose en colocarse en el medio, lo cual, siendo -como son- pareja de hecho, resulta bastante complicado. Tras la toma de posiciones del alevín del PP -que le está copiando al líder de Ciudadanos gestos, tics, ideología y currículum-, Rivera debe de sentirse igual que el protagonista de La invasión de los ladrones de cuerpos, con un haba gigante sembrada en el invernadero de la que le empieza a brotar un clon político. Lo que pasa es que Rivera se acuerda de que él también empezó como un pequeño injerto de extremo centro, un experimento de jardinería contra el nacionalismo catalán regado con dinero del Ibex. Ve crecer las venas, las pestañas, los dientes y duda entre clavarle una estaca o pegarle un abrazo.
En esa duda existencial radica el efecto humorístico que produce verlos juntos. No hay que multiplicar los entes sin necesidad, pero tampoco hay mejor truco para marear al personal que darle a elegir entre un señor y otro señor casi idéntico. Muchas parejas cómicas de la historia del cine (Laurel y Hardy, Abbot y Costello, Jack Lemmon y Walter Matthau, Lauren Bacall y Humprey Bogart) jugaron al contraste, pero Rivera y Casado prefieren jugar al despiste. Uno dice que los inmigrantes que llegan en pateras son un problema y el otro repite que los inmigrantes que llegan en pateras son un problema. Uno asegura que odia los nacionalismos mientras se envuelve en la bandera de España y el otro confirma que odia los nacionalismos mientras se arropa en la misma bandera. Uno se opone a desenterrar la mojama de Franco y el otro también se opone. Uno es muy patriota y el otro tampoco.
En la hoja de estudios de ambos también hay vacíos, oquedades y títulos de cartón piedra similares. Rivera ha ido descolgando diplomas de la pared al tiempo que Casado se sacaba la carrera de Derecho y un máster por correspondencia. En ellos el saber no ocupa lugar, efectivamente, tan poco que Rivera tiene una entrevista a sí mismo en su propia web donde dice que su libro favorito es la biografía de Nelson Mandela; debe de ser que todavía no ha llegado al capítulo donde Mandela se afilió a un grupo político comunista y terrorista. Por su parte, Casado -que cuenta con un amplio y jugoso repertorio de declaraciones homófobas- no duda en recomendar Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, sin haberse enterado de que buena parte de la novela es un canto al amor homosexual.
Rivera y Casado se encuentran en la misma posición que Stallone y Schwarzenegger a mediados de los ochenta, cuando los dos manojos de anabolizantes competían entre sí para ver cuál se llevaba el público a sus bodrios. Chuache acusó a Silvestre de utilizar dobles de acción para las escenas de riesgo y Silvestre contraatacó sacando a la luz las simpatías nazis de Chuache. Hasta mucho tiempo después, ninguno de ellos entendió que compartían el mismo nicho de mercado y que la gente que iba a ver la mamarrachada de uno pagaba luego para ver la mamarrachada del otro. Al final comprendieron que les iría mejor juntos y decidieron colaborar fundando una cadena de cafeterías. Casado y Rivera están a punto de rodar Los mercenarios, juntos pero no revueltos.
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