Una de las grandes alegrías que me ha deparado el largo oficio de la literatura fue conocer a Abraham García, quien hace ya veinte años entró en la extinta librería Altair de Madrid, donde yo trabajaba, recolectó un montón de libros bajo el brazo derecho mientras con el izquierdo señalaba una novela que había en el expositor, Nanga Parbat, comentando que era una lástima que alguien no hiciera una película con ella. "Si lo sabré yo" me lamenté, "que es mía". Abraham se echó a reír y me invitó a cenar aquella misma noche en su restaurante, Viridiana, en pago del buen rato que había pasado en aquella gélida montaña de Pakistán. El azar no tuvo nada que ver en el asunto sino más bien la intercesión de otro gran amigo, el poeta Alvaro Muñoz Robledano, que ya me había prevenido de que a Abraham le gustaba más la literatura que la gastronomía y más incluso que las carreras de caballos, aunque no tanto como las mujeres.
Esa querencia literaria es algo que cualquiera de los comensales puede adivinar al echar un vistazo a una carta salpicada de referencias a Neruda, a Melville, a Borges o a Rulfo. Descubrir al Abraham García cocinero a estas alturas -pionero de la cocina de fusión, mago de Viridiana, y uno de los chefs más reconocidos del mundo, aparte de contar tan discípulos tan eminentes como Dabiz Muñoz o César Rodríguez- sería una redundancia, pero no lo sería tanto constatar que su amor incondicional por la literatura es recíproco. Llevo años diciéndole a Abraham, autor de varias biblias culinarias de impecable factura, que debería despojarse del gorro de cocinero a la hora de escribir y lanzarse a la narración sin excusas, un consejo que finalmente ha encontrado acomodo en El fabricante de arco iris, un conjunto de quince relatos soberbiamente editado por Sebastián Fiorilli en la colección ReLata, de La Conservadora, una edición limitada envuelta en una caja de conservas.
En un párrafo de este breve libro de relatos, concretamente en una nota a pie de página, cabe la noticia de que los curas fracasaron estrepitosamente en Robledillo, el pueblo de Abraham García, en cuanto insinuaron que "para hacer semejante mundo, Dios había necesitado seis días". En la siguiente nota a pie de página se recuerda que en la lápida que invariablemente rememora en las aldeas los nombres de los caídos por Dios y por España siempre se omite la lista de las víctimas republicanas. Son cuentos transidos por los recuerdos de una infancia montaraz, transida de hambre, tomillo y posguerra, con los bosques de los montes toledanos todavía preñados por el olor a pólvora de los últimos maquis y la mala leche de los guardias civiles que les daban caza. Pero también cabe aquí la mirada compasiva hacia los desprotegidos, los pobres y los huérfanos, apretados todos ellos en una prosa densa y bellísima.
Nueve, rojo, impar y falta, la historia de un percebeiro ludópata con mala suerte para la ruleta de las olas, podría honrar perfectamente cualquier antología. También podrían hacerlo el ansia del matarife ansioso por fumarse un cigarrillo o la tristeza de Natacha, despedida de un locutorio por su costumbre de ponerse tapones en los oídos para no oír la ristra de desgracias que sueltan los emigrantes en las cabinas. Yo todavía escucho la voz de Abraham cuando me contó la historia de aquel comensal desdichado que fue a cenar solo a Viridiana la noche de San Valentín. Conmovido por su desamparo, Abraham se sentó a su lado y le comentó que era una noche perfecta para irse a cenar a un parador nacional con la mujer de otro. "Yo soy el otro" le dijo el hombre con un estornudo.
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