La denuncia múltiple de nueve mujeres, ocho cantantes y una bailarina, contra Plácido Domingo vuelve a colocar en primera plana al Me Too, la campaña de denuncia contra abusos sexuales iniciada en octubre de 2017 en plena efervescencia del caso Weinstein. Al ex jefazo de Miramax, célebre por sus modales de matón y por los malos tratos que dispensaba a subalternos y colaboradores, le cayó encima -aparte de un chorreo antes nunca visto en prensa y en las redes sociales- un proceso judicial por cinco cargos de agresión sexual que, entre prórrogas y fianzas, aún colea en los juzgados. En mayo, Harvey Weinstein ofreció un total de 44 millones de dólares a las víctimas, entre las que también se cuentan empleados y acreedores, para que retiraran las demandas interpuestas contra él. Con cerca de 70 denuncias, caben pocas dudas de la culpabilidad de Weinstein, quien difícilmente volverá a levantar cabeza en Hollywood, como en los tiempos en que decapitaba carreras de actrices, actores y directores mientras manejaba el tinglado de los Oscars a su antojo.
El caso Weinstein no sólo sacó a la luz el mayor secreto a la vista de la industria cinematográfica, sino que muy pronto iba a descubrir un reguero de infamias similares dentro de los ámbitos del periodismo, la televisión, el arte y la política. De pronto el Me Too señalaba un elefante enorme incrustado dentro de la cultura occidental: el derecho de pernada, una costumbre medieval que fue mutando a través de las épocas hasta llegar al simple mecanismo despótico que impera en la actualidad en cualquier esfera laboral. Enfrentada a los caprichos de un hombre poderoso, una mujer sólo tiene dos posibilidades: o pasar por el aro y recibir a cambio los favores del macho, o negarse y ver sus aspiraciones profesionales cortadas de raíz. Muchos recuerdan los nombres de las actrices que eligieron una u otra opción en el momento en que Harvey Weinstein empezó sus sobeteos: Gwyneth Paltrow o Angelina Jolie entre las primeras; Ashley Judd o Mira Sorvino entre las segundas. Lo que nadie recuerda, excepto ellas mismas y sus amigos y familiares, son los nombres de las incontables empleadas, camareras y sirvientas de las que Weinstein abusó durante el tiempo que le dio la gana.
En el comunicado con que Plácido Domingo ha respondido a la catarata de denuncias que ayer se hicieron públicas, el tenor español dice que se trata de acusaciones que se remontan a treinta años atrás y que son "profundamente inquietantes y, tal como se presentan, inexactas (...) Creía que todas mis interacciones y relaciones siempre eran bienvenidas y consensuadas (...) Reconocemos que las reglas y estándares por los cuales somos, y debemos ser, medidos hoy son muy diferentes de lo que eran en el pasado". Es tibio, muy tibio, por no decir otra cosa. No sólo no niega los hechos presentados, sino que esa última frase revela la punta del iceberg, el turbio embrollo de tejemajenes que empapan unos vínculos que nunca debieron traspasar el terreno profesional. Los argentinos tienen una advertencia meridiana al respecto: no cagues donde comes. Traducido al ámbito de la lírica: no folles donde cantas.
Es pronto todavía para saber si uno de los tenores más grandes y respetados del pasado siglo va a engrosar la picota inaugurada por Harvey Weinstein o si todo este jaleo se va a diluir en un simple potaje de envidias y rencores como los que salpicaron a Kevin Spacey, cuyo único denunciante ha retirado los cargos, o a Morgan Freeman, del que finalmente se ha sabido que todo fue un burdo montaje. De momento, la agencia Associated Press ha recogido el testimonio de al menos tres docenas de testigos, desde músicos a tramoyistas, que afirman haber presenciado en algún momento una conducta inapropiada por parte de Plácido Domingo. Sólo una mujer con nombres y apellidos ha salido a dar la cara, la mezzo soprano Patricia Gulf, quien en su juventud compartió escenario con él y con divas de la talla de Mirella Freni, y cuya prometedora carrera se esfumó a comienzos del nuevo milenio, según afirma ella, después de negarse a los requerimientos sexuales de Domingo. Es cierto que las reglas y costumbres en estos asuntos han cambiado: la costumbre antes era callarse.
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