Todo lo que nos temíamos que iba a traer el efecto 2000 (ordenadores enloquecidos, caos informático, pérdida masiva de datos, servicios de emergencia colapsados) ha llegado en una edición corregida y aumentada con veinte años de retraso. El apocalipsis digital que iba a dejar nuestra civilización hecha un asco ha venido a encarnarse en un apocalipsis analógico, muy de andar por casa, del mismo modo que los vistosos relojes digitales que invadieron las muñecas de medio mundo fueron reemplazados por las manecillas corrientes y molientes. Después de recalar como regalo en las bolsas de patatas fritas, el reloj digital terminó en el desván de las cosas obsoletas, junto a los chuzos de sereno y los huevos de zurcir calcetines.
Por ser precisamente una cifra demasiado redonda, teníamos que haber sospechado que el año 2000 no aparejaba peligro alguno, mientras que el 2020, con su extraño aspecto de bicicleta, ha venido a corroborar que los virus informáticos son una mierda al lado de los virus de toda la vida. La bicicleta de 2020 anunciaba un retorno a lo analógico, igual que la mascarilla, el agua, el jabón y la lejía. Quién iba a pensar que el antivirus de moda iba a ser una bayeta. Permanecer en casa, lavarse mucho las manos, alejarse de fiestas y aglomeraciones, más que directrices sanitarias de alcance mundial, parecen consejos de abuela: por eso mucha gente, a pesar del peligro, se resiste a tomárselas en serio.
Si tuviéramos que hacer una distinción entre países europeos digitales y analógicos, estaría claro que los mediterráneos somos más de manecillas. Los italianos y los españoles tenemos fama de tramposos, aunque los holandeses sean los especialistas en el robo a gran escala. Los griegos se hunden ante las crisis económicas por su manía de no pagar sus deudas mientras que a los alemanes se les perdonan las suyas aunque hayan bombardeado, esquilmado y asesinado a media Europa. La fama de serios y hacendosos de los alemanes sobrevive a cualquier desastre made in Germany, ya sea con motores diésel trucados o con un avión de pasajeros estrellado en los Alpes por culpa de un piloto suicida que nunca debió haber conducido nada más complicado que una fregona. Reconozcámoslo, si en vez de haber nacido en Alemania, Andreas Lubitz hubiera nacido en Palermo, Alpedrete o Atenas, todavía estaría resonando el sambenito de lo chapuzas que somos los españoles, los italianos o los griegos.
La eficiencia germánica se demostró una vez más en el recuento de muertes por coronavirus: a pesar de que muchos dudan de esas cifras, especialmente en las residencias de ancianos, ha quedado patente que la fortaleza del sistema sanitario alemán y la cantidad de análisis realizados lograron contener la pandemia. Sin embargo, este fin de semana se convocó una manifestación negacionista en el centro de Berlín a la que acudieron más de 20.000 personas, una protesta por lo que consideran un complot de los gobiernos para controlar a la población cuyo título -"El fin de la libertad"- evoca un documental de propaganda nazi realizado por Leni Riefensathl. Si niegan el Holocausto, ¿cómo no van a negar el coronavirus?
Mientras los últimos estudios apuntan a un alarmante rebrote de los contagios en Alemania, en España seguimos anclados en una rocambolesca teoría que sostiene que el punto cero de la expansión del coronavirus fueron las manifestaciones feministas del 8 de marzo. Está claro que el problema no fue la manifestación en sí, sino el feminismo, y que la estupidez prospera por igual tanto por el norte como por el sur, en un modelo digital o en uno analógico. Al final tendremos que reinventar los chuzos de sereno.
Comentarios
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