Es buena cosa que un artista se dedique a remover conciencias, aunque la inmensa mayoría de las conciencias estén removidas de antemano y a los grandes artistas (Joyce, Stravinski, Cézanne) el destino de la humanidad les suele importar un bledo. En el pasado siglo hubo momentos en que el mundo corría peligro y unos cuantos cineastas se apresuraron a echar su cuarto a espadas, a ver si podían hacer algo. Chaplin parodió el fascismo en El gran dictador, con mensaje pacifista incluido, y Lubitsch se rió del nazismo con To Be or Not to Be, una comedia tan vitriólica que hasta incluye chistes contra los judíos ("¿Sabe por qué me llaman campo de concentración Ehrhardt? Nosotros los llevamos al campo y ellos se concentran").
El cine, el arte popular por excelencia y uno de los mejores inventos de nuestra época, aprendió muy pronto que la sátira es un arma excelente contra la estupidez, la inercia y la ignorancia. Durante la Guerra Fría hubo unas cuantas películas que denunciaron el peligro de un confrontamiento atómico, aunque ninguna tan perdurable e inquietante como Dr. Strangelove, la demencial diatriba de Kubrick. De un modo parecido, Wilder se atrevió a descojonarse del criminal diálogo de sordos entre comunismo y capitalismo en Uno, dos, tres, una ácida comedia que batió varias marcas de velocidad: nadie ha hablado jamás más rápido que James Cagney, nadie se pasa de un bando a otro con tanta rapidez como Horst Bucchholz y nadie profetizó con tanta antelación la caída del Muro de Berlín, antes incluso de que se construyera.
Sin embargo, Wilder tuvo la mala suerte de que el Muro se levantara justo en el momento del estreno de la película, lo que provocó no sólo un serio batacazo de taquilla sino un montón de críticas y comentarios airados que denunciaban su oportunismo y su mal gusto. Incluso recibió un mensaje donde, a raíz de los ciudadanos tiroteados por querer escapar del Berlín oriental, alguien había escrito: "Espero que su próxima película sea sobre el cáncer de pulmón". En realidad, digan lo que digan los puritanos de derecha o izquierda, no hay un solo tema sobre el que no se pueda bromear, incluido el cáncer de pulmón. Esa es la grandeza del humor y ahí está To Be or Not to Be para demostrarlo, una cinta que se cachondea de Hamlet, de Hitler, de los campos de concentración y de la invasión de Polonia.
El problema de No mires arriba, la apocalíptica sátira de Adam McKay sobre la ineptitud e imbecilidad de gobiernos, medios de comunicación, ciudadanos y científicos a la hora de afrontar una crisis mundial, es que no acaba de funcionar ni como sátira ni como comedia ni como denuncia, mucho menos como película. No por culpa de los actores sino del guión -largo, fallido y deslavazado-, de un montón de diálogos sin apenas gracia, y de los personajes que interpretan, simples monigotes bidimensionales que no admiten la comparación con sus modelos en la realidad. ¿En qué momento la presidenta interpretada por Meryl Streep alcanza el delirio de Donald Trump aconsejando inyectar desinfectante a los enfermos de coronavirus?
Más allá de sus giros erráticos y sus pegotes ecologistas, lo peor de No mires arriba es que, en su tramo final, pierde por completo el tono satírico y se transforma en otra simple película de catástrofes más: la oración en la mesa, dirigida por el innecesario personaje de Thimothée Chalamet canta a misticismo barato y a americanada de la peor especie. Qué diferencia con el formidable clímax nuclear de Dr. Strangelove, con Slim Pickens cabalgando la bomba del fin del mundo antes de que la superficie terrestre se cubra de hongos atómicos mientras el público estalla en una risa catártica. Lo que estamos viviendo con la pandemia no sólo es mucho más amargo, cruel y ridículo que este sainete descafeinado sino que merecería un guionista de la talla de Terry Southern y un Lubitsch, un Wilder o un Kubrick en la dirección para hacerle justicia.
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