Si algo hemos aprendido del coronavirus es que no hemos aprendido nada. No es poca cosa, una lección de humildad casi socrática. Repetido una y otra vez, el mantra con que los optimistas nos aseguraban que íbamos a salir mejores de esta prueba de fuego, ha demostrado ser cierto: los científicos han descubierto cosas nuevas, los ignorantes las han ignorado, los ciegos siguen sin ver la muerte a un palmo de su cara y los sordos se han enclaustrado en su sordera.
Casi dos años después de la explosión de la pandemia, los apocalípticos siguen en sus trece, los integrados en sus catorce y los negacionistas a lo suyo. Es curioso que la inmensa mayoría de quienes achacaban la primera gran expansión del brote a las manifestaciones feministas del 8-M sean más o menos los mismos que luego se van de bares y botellones a morro descubierto, pero es que la estupidez no para quieta y evoluciona aun más rápido que los virus. De este modo, variante a variante, los tontos de capirote van mutando poco a poco en tontos de la baba.
Teníamos que haberlo previsto de antemano, puesto que sabíamos con certeza absoluta que la ciencia es un campo de conocimiento vedado a los idiotas. Copérnico o Darwin alumbraron únicamente a una mínima parte de la humanidad y ya pueden caer siglos encima que seguirá habiendo despistados creyendo a pies juntillas que la Tierra es plana o que Dios creó al mono sólo para que ellos pudieran visitar el zoo. Hay gente que, en vez de estudiar en serio, se pasa la vida leyendo gilipolleces y acumulando chorradas en contra de la teoría de la evolución, de la redondez del planeta o de la eficacia de las vacunas; les da igual lo que digan los expertos o la tonelada de evidencias científicas en contra. Por eso es inútil fabricar las cosas a pruebas de tontos, porque los tontos son muy ingeniosos.
Una de las metáforas más precisas con que los médicos se enfrentaron al problema es que estaban jugando una partida de ajedrez con negras, siempre a verlas venir, un paso por detrás del virus, sus complicaciones, sus desconcertantes efectos y sus constantes mutaciones. Sin embargo, este último año la enfermedad nos ha dado tantas sorpresas que parecía que estuviera cambiando de juego a cada turno: primero al ajedrez, luego a las damas, después a la brisca y por último al tenis. Para enredar más las cosas, y como si no fuese ya bastante difícil diferenciar el coronavirus de una gripe o de un resfriado, tras el anticlímax de la variante ómicron, en Israel acaban de bautizar a la flurona, una doble infección que presenta rasgos de la gripe común y del coronavirus y que viene a ser algo así como que te toque un jamón con triquinosis y que encima sepa a mortadela.
Hay voces serias dentro de la comunidad científica que advierten que la variante ómicron podría significar el paso definitivo de la pandemia a la endemia: su facilidad de contagio unida a su menor riesgo de hospitalización equivaldría a una campaña de vacunación universal sin necesidad de jeringuillas. Algo parecido a lo que conseguimos con las últimas elecciones autonómicas en Madrid eligiendo a Ayuso de pastora: inmunidad de rebaño. Hasta la próxima variante, por lo menos.
Comentarios
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