En un mensaje que escribió en su muro de Facebook hacia 2016, David González confesaba que la vida lo había vencido, que llevaba varios días sin comer y uno sin dormir, que estaba borracho perdido, que se había metido de todo y que desde entonces iba a invertir su tiempo y su dinero en autodestruirse.
No hablaba por hablar, aunque para quienes lo conocíamos, la advertencia llegaba un poco tarde, ya que sabíamos la vida kamikaze que llevaba y lo habíamos visto inmolándose de las más variadas maneras, la más espléndida de todas leyendo sus poemas en antros de perdición, a las tantas de la noche, cercado por el humo y el alcohol. Digo leyendo, aunque muchas veces mi tocayo recitaba de memoria. No, no recitaba: exclamaba, gritaba, escupía y esa cadencia insomne y rítmica que articulaba sus versos se iba poblando de perros apaleados, de niños castigados, de padres iracundos, de ruinas y de esperanzas rotas.
En España perviven unos cuantos poetas malditos, de ésos en los que se confunden la obra y la biografía, la vida y el arte, también muchos que juegan al malditismo y escriben borrachos y ponen cara de malo en las fotos, pero David González empezó a ser maldito antes que poeta, empezó a ser poeta antes de saber siquiera qué cojones era eso de la poesía, cuando muy joven participó en un atraco a un banco y lo enchironaron en El Coto. Allí en la cárcel, cuna de tantos escritores, David empezó a leer y a escribir, empezó a poner en limpio toda la vida sucia que iba arrastrando, la rabia, la herencia de esa familia deshilachada por la Guerra Civil, con las manos despellejadas de trabajar y de lavar ropa.
En Sparrings, uno de sus poemas más célebres, cuenta la historia del abuelo al que Franco obligó a cargar un saco de 25 kilos a la espalda durante una semana, de día y de noche, y más adelante se retrata a sí mismo como un "delincuente juvenil y mal estudiante" que vio al Generalísimo en el Muelle de Oriente, vitoreado por una multitud entre aplausos que "sonaban como disparos".
Creo que el primer libro suyo que leí fue La carretera roja, donde hay un poema alucinante de unos tipos que dan un paseo a caballo, el instructor les dice que hinquen las espuelas a tope, sin cortarse un pelo, y David ve que su viejo caballo tiene los flancos hechos una masa sanguinolenta: entonces desmonta y decide hacer el resto del camino "el uno al lado del otro". Le regalé el libro a Abraham García, que ama los caballos sobre todas las cosas, y se quedó tan emocionado que no paró hasta lograr invitarnos a una mesa de su gran restaurante, Viridiana. Por entonces yo ya había publicado Niños de tiza, el libro con el que gané el Premio Tigre Juan y el Hammett de la Semana Negra de Gijón, una novela negra cuyo título había sacado de un verso fantástico de mi tocayo: "niños de tiza / borrándose".
Fue uno de esos banquetes inenarrables típicos de Viridiana, nueve platos, tres botellas de vino, varios postres y una larga sobremesa a base de whiskies y habanos. Sentados junto a él, Abraham y yo descubrimos que David practicaba la autodestrucción sin inmutarse, fumando cigarrillos entre plato y plato, inyectándose en la tripa las dosis de insulina que necesitaba para asimilar las ingentes cantidades de azúcar que íbamos trasegando. Sobre la putada de la diabetes que padecía ya había escrito bastante y nos explicó que también tomaba una pastilla de vitamina C diaria con el fin de combatir los efectos del tabaco.
Recuerdo que hablamos de muchas cosas, pero sobre todo de la cantidad de canallas que pululan entre plumíferos de toda índole (Neruda abandonando a una hija con hidrocefalia, Miller haciendo lo propio con un hijo con síndrome de Down) y David comentó que cualquiera capaz de cometer esa barbaridad no merecía el nombre de poeta, que lo único que importa en el mundo es ser buena gente. Él lo era a tiempo completo, un pedazo de pan pese a la mala hostia visceral de sus poemas, la voz ronca, la larga melena ensortijada y esos tatuajes peligrosos que lo emparentaban con el forajido que no pudo ser. Me hubiera gustado verlo más, pero se marchó de Madrid rumbo a su refugio del norte donde se nos ha muerto la semana pasada. A menudo le preguntaban cómo era la vida en la cárcel y terminó contestando con un verso que quizá también valdría si pudiéramos preguntarle cómo es la muerte: como esto.
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