En el documental Crumb (1994), de Terry Zwigoff, hay un momento extraordinario en el que Robert Crumb y su hijo Jesse están revisando viejas fotografías de mujeres y comparan los dibujos que ambos han hecho de la misma modelo. Jesse es un dibujante magnífico y su retrato parece un calco exacto de la foto, pero el de su padre es asombroso: una recreación que se aleja ligeramente del rostro original, que ha acentuado la expresión de desdén merced a unos cuantos trazos maestros, que posee no ya el inconfundible aire de familia de las viñetas de Robert Crumb sino también vida propia. "Todavía no has aprendido a trampear para obtener el efecto adecuado" le explica Crumb a su hijo, y en los consejos que le da con el fin de que exagere y profundice ciertos rasgos (la mueca de los labios, el brillo de los dientes) se oculta una fabulosa lección sobre el arte de la pintura: a veces hay que mentir para decir la verdad.
La lección vale también para las Memorias de R. Crumb, la fastuosa autobiografía que acaba de editar Libros de Kultrum y que cuenta con más de 400 páginas de historietas, fotografías y textos impagables. Una historia que empieza con su descabalada infancia en Filadelfia, flanqueado por dos hermanos y dos hermanas, a la sombra de una familia católica, con un padre orgulloso de su pasado militar y una madre fascinada por las revistas baratas. "Jamás abrieron un libro" confiesa Robert, quien descubrió accidentalmente, en mitad de una de las palizas que le atizaba una monja del colegio, que era miope perdido. Desde entonces, entre las gafas cargadas de dioptrías y su pinta de alfeñique, el pequeño Crumb se fue convirtiendo en el patético antihéroe de esos tebeos, un hombrecillo fascinado y dominado por amazonas todopoderosas.
Fue su hermano mayor, Charles, quien lo empujó hacia el mundo de los cómics y los dibujos animados, una afición que pronto le ocupó a tiempo completo, tomando apuntes en la calle, en la casa, en cualquier parte, siempre enfrascado en su cuaderno de dibujo hasta el punto de que la familia de su primera esposa, Dana Morgan, llegó a pensar que no estaba bien de la cabeza. Quizá hacían bien en pensarlo porque Charles terminó suicidándose después de una serie de depresiones y crisis religiosas salpimentadas de narcóticos y ansiolíticos. Su otro hermano, Maxon, se hizo célibe para evitar ataques epilépticos y en el documental de Zwigoff relató un nutrido historial de agresiones sexuales a mujeres. La carta de Charles a Robert, fechada en febrero de 1989 y reproducida en el libro bajo el epígrafe "La letanía del miedo", es un documento impresionante sobre el pánico que le daban todas las cosas del mundo y cuyo origen era el temor básico al padre. Es muy posible que Robert se defendiera de esos demonios gracias a su arte.
El gato Fritz, Mr. Natural y esas mujeres monstruosas en las que los heterónimos de Crumb montan a caballito establecieron el canon del cómic underground estadounidense a finales de los setenta. Mientras algunos críticos lo tachaban de machista o de racista, otros, como el australiano Robert Hughes, lo consideran el Brueghel de la segunda mitad del siglo XX, un visionario mordaz con un sentido de la sátira social y política prácticamente sin parangón en nuestra época. Crumb encontró una compañera ideal en Aline Kominsky, editora de la revista Weirdo y pionera del cómic autobiográfico, un alma gemela con la que colaboró en diversos trabajos y con quien se trasladó a vivir al sur de Francia. Desgraciadamente, Aline falleció en noviembre del pasado año, poco después de que se editara en España Querido callo, un volumen extraordinario en el que relataba las desdichas y alegrías de su azarosa existencia. Corran a comprar estas dos joyas del cómic: hay más arte en cualquiera de ellas que en tres ferias de ARCO.
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