Punto de Fisión

Trabajar después de muerta

Flores y mensajes de recuerdo en el puesto de trabajo de la trabajadora que falleció en un 'call center' de Madrid. TWITTER CGT
Flores y mensajes de recuerdo en el puesto de trabajo de la trabajadora que falleció en un 'call center' de Madrid. TWITTER CGT

Morirse es uno de los pocos derechos laborales que nos van quedando en esta época de neoliberalismo atroz y servicio exclusivo a la empresa. O al menos, eso pensábamos, hasta que la semana pasada una teleoperadora de Konecta, una empresa de call center, murió de un infarto en su silla y los responsables ordenaron a sus compañeras que siguieran trabajando para no perder comba. Durante más de dos horas, desde antes de la una, cuando la pobre mujer cayó al suelo, hasta las tres de la tarde en que desalojaron la oficina, las teleoperadoras estuvieron atendiendo llamadas con el cadáver de una compañera tirado en el suelo.

A la una y cuarto los médicos del Samur ya habían certificado la defunción, pero se conoce que la labor que cumplían las abnegadas teleoperadoras aquel mediodía era demasiado importante como para abandonarla por la minucia de una compañera caída en combate. Por lo visto, alguien (un jefazo, un secretario, un pelota) repetía sin cesar: "Somos un servicio esencial, somos un servicio esencial", recordando a las empleadas la obligación de seguir al pie del cañón pasase lo que pasase. Como si aquella jornada decisiva Konecta estuviera coordinando desde unas oficinas de San Blas las operaciones aerotransportadas del Desembarco de Normandía, lanzando a las ondas unos versos de Verlaine que cifraban el ataque aliado contra el Muro del Atlántico.

Pero qué va, se trataba sólo de reclamaciones de clientes quejándose de la falta de suministro de una compañía eléctrica. Iberdrola, para ser exactos. Los responsables de la empresa y los representantes sindicales no acaban de ponerse de acuerdo sobre lo que ocurrió realmente. Que nadie obligó a las trabajadoras a seguir cogiendo llamadas, que nadie se atrevió a levantarse e irse en señal de duelo por una compañera fallecida, que nadie esto, que nadie lo otro: una perfecta recreación de aquel episodio mitológico en el que Odiseo deja ciego al Cíclope y luego le dice que se llama Nadie.

En la oficina de Konecta en Valladolid, hace unos años, un tipo colocó una cámara oculta en uno de los baños femeninos, concretamente en el dispensador de papel, y los jefes le pidieron a la mujer que encontró la cámara que mejor se callase para no alarmar al personal. Se ve que Konecta es una empresa que se preocupa mucho por tranquilizar a sus empleadas, así les saquen un primer plano del culo o se les muera una colega en mitad de una ofensiva telefónica. Se entiende que con estos métodos paramilitares, con horarios que hay que cumplir a rajatabla aunque la compañera de al lado reviente, Konecta haya obtenido más de 300 millones de euros de beneficios en el último año.

Siempre me he preguntado para qué están los inspectores de Trabajo y si existen realmente o son una invención, pura literatura fantástica, como el Ratoncito Pérez, el republicanismo del PSOE o el coño de la Bernarda. Me lo pregunto siempre que entro en un comercio y veo a un menor de edad atendiendo detrás del mostrador y vuelvo a preguntármelo al pensar en esas oficinas de empresas decimonónicas con docenas de teleoperadoras amarradas a sus teléfonos como niñas esclavas en un sótano de Bangladesh cosiendo camisetas por un euro y pico diario. Quizá el inspector de Trabajo esté muy ocupado en La Zarzuela, secando el sudor a nuestro monarca y a toda su atareada familia. Quizá este verano el inspector que no existe se compre una camiseta made in Bangladesh con el lema: "Inmaculada murió en su silla de un infarto con 56 años".

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