No puede decirse que Al descubierto (lamentable traducción del título original inglés, She Said) sea una gran película. Es probable, incluso, que resulte bastante aburrida si lo que el espectador pretende es conocer los hechos que provocaron la caída del productor Harvey Weinstein. Se trata de una película hecha de rumores, de cuchicheos y de crímenes indecibles, y Weinstein aparece menos de un minuto y de espaldas. Lo que oímos, casi siempre a través del teléfono, son sus berridos de macho en celo y los murmullos de algunas de las mujeres de las que abusó. Y a lo que asistimos durante las dos horas y pico de proyección es al minucioso desarrollo de la investigación periodística que tiene que convertir los rumores en alegatos, las dudas de si merece la pena seguir adelante, la reticencia de las víctimas a hablar, la dificultad de luchar contra una todopoderosa estructura de poder patriarcal instalada en los despachos de Hollywood.
Hay unas cuantas películas que Maria Schrader, la directora de She Said, pudo tomar como modelo, entre ellas Spotlight (2015) o Los archivos del Pentágono (2017), aunque la referencia más evidente es Todos los hombres del presidente (1976), de Alan J. Pakula, donde Robert Redford y Dustin Hoffman encarnan respectivamente a Bob Woodward y Carl Bernstein, los audaces reporteros del Washington Post que revelaron al mundo la inmundicia del Watergate.
En este caso son dos actrices, Carey Mulligan y Zoe Kazan, quienes interpretan a Megan Towhey y Jodi Kantor, las dos periodistas del New York Times que se atrevieron a poner en jaque la atroz maquinaria de abusos y violaciones en que se había transformado Miramax, la productora por antonomasia del cine independiente. Lo que narra She Said es la prehistoria del movimiento MeToo desde la perspectiva del periodismo, donde cada palabra del artículo que iba a sacar a la luz el rostro oculto de Harvey Weinstein debía ser localizada, extraída de un fango de cieno, de miedo y de mentiras, justificada y sopesada. En la serie documental Supongamos que Nueva York es una ciudad, de Martin Scorsese, Fran Lebowtiz recuerda su época de camarera, cuando su jefe quería acostarse con ella y con otras trabajadoras, y dice: "Claro que te creo, querida. Pero, ¿sabes por qué ha triunfado el MeToo? Porque sois actrices de Hollywood, sois ricas y famosas en vez de pobres camareras".
Quizá no le falte algo de razón a Lebowitz, ya que lo que muestra la película en los primeros minutos de su metraje es a unas cuantas mujeres aterrorizadas que denunciaron abusos contra Donald Trump poco antes de las elecciones y cómo su valentía y su arrojo no sirvieron para nada. Pero en cuanto surgen los nombres de Rose McGowan y Ashley Judd (las pioneras del MeToo, dos intérpretes que vieron sus prometedoras carreras destrozadas para siempre), queda patente que la fama de una actriz, incluso de una estrella entonces en alza como Judd, no sirve de nada contra la larga mano de un monstruo como Harvey Weinstein. Towhey y Kantor descubrieron enseguida que el abuso sexual iba mucho más allá de los camerinos; que se ramificaba por todas partes, en los despachos, los pasillos de los hoteles y las salas de dirección; que había que buscar a las empleadas despedidas, a los abogados que redactaron acuerdos de confidencialidad, a los jueces que cerraron denuncias en falso. Entonces comprendieron que se enfrentaban no ya a un violador atrincherado tras una montaña de poder y dinero sino a todo a un sistema de abusos que lo protegía y lo alentaba, a una tradición secular que considera a las mujeres esclavas, sirvientes, objetos de usar y tirar, animales de compañía.
Para hacerse una idea del muro de silencio que rodeaba Miramax basta señalar que Sexo, mentiras y Hollywood (el libro donde Peter Biskind traza un feroz retrato al natural de Harvey y Bob Weinstein, recopilando el fantástico historial de tropelías con que los brutales hermanos transformaron una pequeña productora independiente en una factoría de Oscars) jamás menciona los abusos sexuales. Difícilmente podía hacerlo sin exponerse a una querella por difamación o a algo peor. Biskind no se corta al retratar a un matón repugnante capaz de humillar a Scorsese o a Bertolucci y de agredir verbal y físicamente a periodistas, promotores y colegas, pero, pese a la mención de nombres como Gwyneth Paltrow o Mira Sorvino, en ningún momento el libro roza esa delgada línea roja que Weinstein y su camarilla mantenían a raya a base de indemnizaciones, sobornos y amenazas.
Traspasarla era una tarea heroica destinada a las mujeres: las incontables víctimas de sus acosos y violaciones, acalladas por la vergüenza y el terror, y la pareja de periodistas que acometieron la investigación y la escritura del reportaje como quien se echa a los hombros un elefante. El elefante en la habitación que ha sido desde siempre el abuso sexual en Hollywood: esos amigos y esos protegidos de Weinstein –empezando por su niño mimado, Quentin Tarantino— que miraron para otro lado durante años y años. Tarantino, que filmó y escribió Kill Bill como una fantasía de empoderamiento femenino y que no movió un dedo para ayudar a Uma Thurman, a Mira Sorvino y a tantas como ellas. Harvey Weinstein, que decía haber hecho más películas a favor de los derechos de las mujeres que cualquier otro productor, y se refería a bazofias como Shakespeare in Love, Chocolat o Kill Bill. La verdad es que las tres siempre me parecieron unas películas de mierda y ahora sé que no era sólo cuestión de estética.
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