Cuando se suben a un escenario, los grandes humoristas dan la impresión de conocer los mayores secretos del mundo, y algunos dan incluso la impresión de conocer el secreto más misterioso de todos: que la vida es un chiste. En España, durante el siglo pasado, gozamos de varios humoristas de primera clase, Miguel Gila, Tip y Coll, Pedro Reyes; (algunos todavía andan en activo, como Faemino y Cansado) pero no hay muchas ficciones que se acerquen al intrincado, casi imposible arte de hacer reír desde una perspectiva biográfica.
Un decenio atrás yo lo hice en una novela que tenía a Gila de protagonista, Todos los buenos soldados. En ella especulaba con la idea de que el cómico, disfrazado de paracaidista, tuviera que quedarse en Sidi Ifni implicado en un crimen entre legionarios después de su actuación en la Nochevieja de 1957, donde acudió a animar a las tropas españolas junto a otros artistas. Carlos Bardem, al que le gustó mucho la novela, intentó sacar adelante el proyecto en una película o una teleserie, pero no hubo manera. Ahora David Trueba acaba de estrenar Saben aquell, con David Verdaguer y Carolina Yuste, ambientada en los comienzos del gran humorista catalán Eugenio.
En un principio, Eugenio tocaba la guitarra acompañando a su mujer, Conchita Alcaide, con la que formó un dúo llamado Els Dos, que grabó varios discos y estuvo a punto de concursar en Eurovisión. Conchita era una joven andaluza muy guapa de la que Eugenio se enamoró al entrar en un estanco de la calle Marina, en Barcelona. De vez en cuando, contaba algún chiste entre canción y canción, pero un día Conchita tuvo que acompañar a su madre al médico y a Eugenio no le quedó otro remedio que ponerse a contar chistes. Se sabía miles de memoria, llevaba coleccionándolos desde que era un crío y los iba apuntando en un cuaderno, como si adivinara que algún día se acabaría ganando la vida con ellos.
Fue ella quien le convenció de que siguiera adelante solo y también le ayudó a perfeccionar ese personaje serio, con gafas oscuras, vestido de negro de arriba abajo, sentado en un taburete y ataviado de un cigarrillo perenne y un vaso de vodka con naranja. El éxito le sorprendió más que a nadie, ya que una vez dijo que intentaba pasar desapercibido. Se llamaba Eugeni Jofra Bally, pero tuvo que añadir a su nombre la "o" en una época en que el catalán estaba prácticamente prohibido en España. Ya daba demasiadas pistas con su acento de Barcelona.
No se reía jamás de sus propios chistes, porque era el público quien tenía que divertirse, y tampoco le gustaba llamar chistes a las historias que contaba: se consideraba más bien un intérprete de historias. Había algunas muy largas y enrevesadas, como la anécdota del eclipse y el coronel, y otras breves y fulgurantes, que funcionaban no sólo por su mecánica interna sino por esa destreza de lanzador de cuchillos con las que las lanzaba: "Dios mío, dame paciencia, ¡pero ya!"
Como todos los grandes cómicos, tenía una intuición asombrosa para repartir las pausas y un sentido del tempo único, que le permitía intercalar silencios mientras bebía un trago de vodka o daba una calada al cigarrillo. El tabaco le daba un aura de santidad, lo coronaba de humo mientras el público estallaba en carcajadas. Nadie podía adivinar la amargura central de la que provenían todas aquellas risas, el oscuro vacío que lo habitaba y que asomaba en su traje de luto. Quizá porque Eugenio sabía de sobra el secreto más misterioso de todos.