"Todo el mundo tiene su campo de especialización; el mío es el asesino múltiple". En un libro de conversaciones con Lawrence Grobel, Truman Capote se jactaba de que ser el autor de A sangre fría le había facilitado el contacto para entrevistar a multitud de criminales que cumplían condena en prisión y que no podían resistirse a su embrujo. Porque Capote tenía una habilidad endiablada para que gente de cualquier clase y condición -estrellas de cine, asistentas por horas, condenados a muerte, señoronas de la alta sociedad neoyorquina- se abriera en canal y empezara a confesar sus secretos más íntimos: pecados, adulterios, vicios, asesinatos.
Gracias a ese peculiar talento, en 1956 viajó hasta Japón y logró destripar a Marlon Brando en un retrato –El duque en sus dominios- que sacaba a la luz todos los traumas infantiles del actor. Después de leerlo, Brando juró que iba a matarlo, pero Joshua Logan, el director de la película que protagonizaba, le dijo que no serviría de nada, que debería haberlo matado antes. Mucho más terrible fue el proyecto en que se embarcó poco tiempo después, al enterarse de un macabro crimen cometido por una pareja de jóvenes asesinos en un pueblo de Kansas.
Capote pasó cerca de seis años merodeando por el lugar, husmeando pistas, entrevistando a testigos y policías, visitando a los dos prisioneros en la cárcel y ganándose la confianza de uno de ellos hasta el punto de que asistió a la ejecución de ambos. Fue un descenso a los infiernos del que emergió en 1966 con la publicación de una obra maestra, A sangre fría, que le convirtió en el literato estadounidense más aclamado de su generación. Ese es el punto donde arranca la segunda temporada de Feud, Capote contra los cisnes, la teleserie de HBO que narra el ascenso y la estrepitosa caída del escritor en el exquisito mundo de la alta sociedad neoyorquina.
Probablemente Capote intentaba cumplir el anhelo imposible de su madre, una mujer promiscua que lo condenó a una infancia solitaria y que acabó suicidándose a los 48 años. Al igual que a Proust, su novelista favorito, le fascinaba el ambiente de los salones, ese impenetrable coto privado de los millonarios donde el olor del dinero se mezcla con pasiones, desdichas, engaños y rencillas. Capote se convirtió en el bufón y el confidente personal de unas cuantas damas ricachonas -Babe Paley, Lee Radziwill, Slim Keith, C. Z. Guest, Marella Agnelli, Gloria Guiness, Ann Woodward- que olvidaron un mandamiento fundamental: nunca se debe contar un secreto a un escritor porque tarde o temprano terminará por escribirlo.
Con un elenco de lujo encabezado por Tom Hollander -quien realiza una interpretación tan asombrosa que casi hace olvidar la actuación por la que Philip Seymour Hoffman ganó el Oscar en 2006-, Capote contra los cisnes se centra en el terremoto que en 1975 provocó la publicación en la revista Squire de La Côte Basque, un relato apenas disfrazado de las intimidades y vergüenzas de sus amigas. La editorial Random House le había dado un millón de dólares de adelanto por la publicación de Plegarias atendidas, la novela que Capote jamás llegó a terminar y que se convirtió en el más célebre manuscrito fantasma de las letras estadounidenses.
Sin embargo, aunque cuenta con interpretaciones espléndidas y pasajes fabulosos -especialmente el capítulo en el que James Baldwin va a ayudar a Capote, explicándole lo duro que es ser negro y homosexual al mismo tiempo-, la teleserie deja muchas cosas en el tintero. Tal vez la falla esencial sea que no se menciona ni de pasada Música para camaleones, el libro que publicó en 1980 y que cuenta con una novela corta, Ataúdes tallados a mano, que es de lo mejor que nunca salió de su pluma, a la altura de A sangre fría o Desayuno en Tiffany's.
A través de un alucinante montaje de entrevistas y relatos, Capote narra una serie de crímenes impunes cometidos por un personaje casi inverosímil: otra historia basada en hechos reales donde demuestra que su talento nunca debió desviarse de su campo de especialización, el asesino múltiple. A su lado, La Côte Basque se queda en una simple crónica de cotilleos, un pálido reflejo de Proust en el que Capote no llegó a vislumbrar la contradicción que suponía admirar a una mujer tan vacua como Babe Paley, capaz de comprar un Monet que le hiciera juego con el empapelado del salón. Capote logró llegar a lo más alto de la jerarquía social sólo para perder sus alas por el camino. Ya le había advertido Santa Teresa que "se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas".
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