Hace cosa de una semana, Kylian Mbappé la montó parda al declarar que en las próximas elecciones legislativas los franceses deberían dejarse de extremismos y centrarse un poco. De inmediato, la Agrupación Nacional de Marine Le Pen se tomó el mensaje a título personal y respondió al delantero que se limitase a pegar patadas al balón y dejase de dar lecciones de política a los franceses, que para dar lecciones de política ya tenían a Marine Le Pen. Más o menos, fue lo mismo que declaró el portero de la selección española, Unai Simón, a quien sólo le faltó repetir la famosa réplica de Franco: "Haga usted como yo, joven, no se meta en política".
Sin embargo, los deportistas suelen meterse en política si la cuestión trata de banderas: se conoce que eso de cambiar de camiseta los descoloca muchísimo. Cuando Pau Gasol y Gerard Piqué apoyaron el referéndum catalán, Rafa Nadal los criticó por mezclar política y deporte; poco después, en una perfecta demostración de incoherencia, Nadal dijo que le gustaría volver a votar porque había demasiados pactos en el horizonte y él no se sentía cómodo subiendo a la red parlamentaria. Cada día que pasa, Nadal es menos zurdo y más diestro: puede ser la calvicie o un efecto secundario al abandonar los primeros puestos de la ATP, pero falta únicamente que se le evapore un bigote para clavar su imitación de Aznar.
Que yo sepa, ni Nadal, ni Gasol, ni Piqué abrieron la boca a la hora de señalar la tragedia de los refugiados, la desvergüenza del rescate bancario, el drama de los desahucios o el desmantelamiento de la sanidad pública. Hacen bien en seguir el consejo de Franco: ellos no se meten en política hasta que la política se mete con ellos. En el Real Madrid, Mbappé tiene la tribuna perfecta para estas alocuciones: el palco del Bernabéu, que es el centro neurálgico donde se hacen y deshacen buena parte de los contratos públicos del país, incluidos cambalaches inmobiliarios, autopistas y servicios de limpieza. Florentino tiene tanto poder que un día le atizó una colleja a Almeida, como si fuese un camarero lerdo en vez del alcalde de Madrid, y lo mejor es que el alcalde se apresuró a reírle la gracia, no fuese a reemplazarlo en las próximas elecciones por un camarero lerdo.
Estos días, hemos podido comprobar una vez más que el racismo y el fútbol son viejos compañeros de viaje en España, en Europa y en cualquier sitio. Pese a los antecedentes sufridos por su futuro compañero, Vinicius, tal vez Mbappé no sea consciente del charco en el que se ha metido al instalarse en el buque insignia del fútbol español. A finales de los setenta, Laurie Cunningham aterrizó en el Real Madrid tras el fichaje más caro de la historia del equipo hasta la fecha. En Gran Bretaña, Cunningham había tenido que soportar toda clase de comentarios racistas y hasta llegó a recibir una bala por correo por el agravio que suponía que un negro debutase con la camiseta blanca de la selección inglesa. En cambio, aquí en Madrid empezó a correr un chiste que decía que Cunningham no era negro, sino que tenía un lunar que le ocupaba todo el cuerpo.
Es extraño que la xenofobia se desencadene contra un millonario en pantalones cortos, quizá sea consecuencia de verlo en pantalones cortos. El dinero actúa como disolvente cromático hasta el punto de que la distancia entre un blanco rico y un blanco pobre es mucho mayor que la que va de un blanco rico a un negro rico. Parece mentira, sí, pero a estas alturas del milenio, todavía hay gente que se indigna porque haya unos cuantos futbolistas negros nacidos en España jugando con la selección. El negro oficial de Vox, Bertrand Ndongo, quien hace cuatro años aseguraba que no hay racismo en el fútbol, dice que los jugadores negros deben dedicarse exclusivamente a jugar al fútbol y dejar de tocar las pelotas con el asunto éste del racismo. Franco estaría muy de acuerdo.
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