Punto de Fisión

Kadaré sin el Nobel

Ismaíl Kadaré. Fundación Princesa de Asturias.
Ismaíl Kadaré. Fundación Princesa de Asturias.

Estaba prácticamente cantado que Ismail Kadaré iba a morir sin el premio Nobel de Literatura, engrosando esa gloriosa lista de aspirantes que incluye a Galdós, Joyce, Proust, Pessoa, Rilke, Kafka, Kavafis, Woolf, Calvino o Borges. Cierto que los caminos de la Academia Sueca son, como los del Señor, inescrutables; a menudo votan por criterios geográficos, políticos o folklóricos (lo de Bob Dylan fue un chiste casi tan bueno como su discurso de recepción) en lugar de atenerse a razones exclusivamente literarias. Lo cierto es que, según esos extraños baremos geoestratégicos, Kadaré debería haber recibido el Nobel poco tiempo después de la guerra de Kosovo, un conflicto terrible que retrató en varios libros.

Más extraño aún fue que, unos años atrás, ganase el austriaco Peter Handke, un escritor con sospechosas simpatías por Milosevic, descartado a priori de todas las quinielas. A veces da la impresión de que los académicos suecos examinan las listas de favoritos en las casas de juegos de Nueva York y Londres parar apostar a última hora por la candidatura que menos probabilidades tenga y forrarse. Pero a Handke lo respalda una cualidad inefable que no es sólo una predilección de la academia sueca sino prácticamente una marca de fábrica: es un pelmazo insufrible. ¿Alguien lee hoy a Sully Prudhomme, primer galardonado en 1901, que le arrebató el premio a Tolstoi? ¿A Echegaray, a Carducci, a Eucken, a Lagerlöf, a Heyse? Esto sólo en el primer decenio, donde inexplicablemente brillan los nombres inmortales de Mommsen y Kipling.

No, Kadaré era un escritor demasiado grande, uno de los mayores novelistas de nuestra época, un heredero de Kafka, de Lem y de Orwell, un escritor que iba levantando extrañas y angustiosas fábulas desde un apartado rincón de Europa. En Albania, la peculiar y asfixiante dictadura comunista de Enver Hoxha no sabía muy bien qué hacer con un tipo que había obtenido reconocimiento internacional a los veintisiete años con la publicación, en 1963, de El general del ejército muerto. Se convirtió en una especie de disidente interno, una figura incómoda a la que unas veces ensalzaban por su éxitos fuera del país y a la que otras veces le prohibían la publicación de un libro.

Los censores comunistas no podían pasar por alto el ataque directo al régimen en El palacio de los sueños (1981), una de las obras esenciales de Kadaré, en la que, dentro de un monstruoso y laberíntico organismo burocrático, cientos de funcionarios se dedican a interpretar los sueños de los súbditos. Ambientada en tiempos del imperio otomano, a nadie se le escapó que, como tantas otras veces, Kadaré estaba utilizando el pasado para hacer una alegoría del presente. Es el mismo procedimiento que había utilizado en otras dos novelas magníficas, Abril quebrado El puente de los tres arcos, ambas fechadas en 1978, y que iba a utilizar después en El firmán de la ceguera, de 1984.

Tras la muerte de Hoxha en 1985, las tensiones políticas en Albania lo llevaron a exiliarse a París en 1990 junto a su familia. Más tarde, la tragedia de Kosovo absorbió buena parte de sus esfuerzos, no sólo literarios sino también diplomáticos, multiplicándose en encuentros, debates y entrevistas para intentar alertar al mundo de la carnicería perpetrada por las hordas de Milosevic. Ya había advertido de las matanzas provocadas por el ejército yugoslavo en 1981 contra las manifestaciones de los albaneses kosovares en El cortejo nupcial helado en la nieve (1987), una narración tocada por la belleza en medio del horror gracias a ese estilo incomparable que resuena con la voz de un profeta.

En Spiritus (1996), Kadaré se sumerge en una historia de terror que mezcla los vivos y los muertos, el espionaje y el espiritismo, para regresar una vez más a esa tierra de nadie donde el espanto y la violencia no dejan jamás de repetirse. Personalmente, yo nunca olvidaré la lectura de El expediente H. (1981), una novela en la que dos estudiosos extranjeros viajan a Albania para investigar los últimos vestigios de los rapsodas homéricos y se van sumergiendo paso a paso en una inexplicable pesadilla. En una de sus páginas se lee la leyenda de una mujer que vaga por los bosques en busca de su hermano herido y tropieza con un cuervo, que le dice que ha picoteado sus ojos, y de un oso, que le dice que ha devorado su cabeza. Leer a Kadaré es enfrentarse cara a cara con un mundo que creemos haber dejado atrás y que reaparece, horrible y sanguinario, a cada nuevo giro de la Historia.

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