Siempre me dio asco Operación Triunfo, probablemente porque me gusta la música. Lo de "triunfo" ya era bastante elocuente, porque se trata de un invento destinado a fabricar celebridades, no músicos. De haber pasado Bach por el programa, los asesores le habrían quitado la peluca, le habrían hecho adelgazar veinte kilos y lo habrían puesto a régimen de fugas: "Demasiada polifonía, Johann Sebastian, así no hay quien se entere de nada". A fin de cuentas, Bach creía que la música era un servicio a Dios -algo semejante a tejer en el tiempo una basílica donde esperar la muerte- cuando en Operación Triunfo piensan que la música es el arte de vender muchos discos, dar bien en las fotos y tener una gaita en los pulmones.
Uno de los misterios esenciales del jazz es la facilidad con que las grandes cantantes -Bessie Smith, Billie Holiday, Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald- agarran del cuello una canción del montón y la transforman en un aria de Haendel. Del mismo modo, Bill Evans, Oscar Peterson o Michel Petrucciani extienden sobre el piano una tonada cursi y parece que estuvieran tocando a Brahms. Sin embargo, los triunfitos son expertos en la operación inversa: banalizar cualquier melodía, por sublime que sea; untarla de decibelios y ñoñeces; rellenarla de grasa y exponerla en el escaparate de una pastelería. Si les diera por cantar Strange Fruit -la escalofriante balada de Billie Holiday dedicada a los negros linchados que se balanceaban ahorcados de los árboles-, serían muy capaces de convertirla en un anuncio de cava en Nochevieja.
No es raro que los triunfitos arrasen en un país que considera que Loquillo, Bertín Osborne y Alaska son cantantes. Tampoco es culpa suya el que la televisión los haya aupado a la cumbre del Everest sin oxígeno, sin esfuerzo y sin haber pasado antes por La Pedriza: esa carrera a la velocidad de la luz del anonimato al éxito absoluto sólo puede desembocar en una hipoxia de aplausos en la que el batacazo artístico está asegurado. A menudo, en el arte, triunfar consiste exactamente en lo contrario de tener éxito, y Bach, quizá el mayor compositor de la historia, es el ejemplo supremo. A Bisbal, Bustamante y Tenorio nos los han vendido como si fuesen reencarnaciones poligoneras de Elvis Presley: reyes del rock de quita y pon, sin drogas ni michelines, esculpidos en un Partenón de plástico.
La idolatría llega a tal límite que cualquier tontería que se les ocurra termina catapultada en letras de molde, por ejemplo, el comentario de Bisbal sobre la soledad de las pirámides en plena revolución egipcia. Mucho más peligro tiene el lamento de Manu Tenorio quejándose porque unos inquilinos le han okupado un piso y no le pagan el alquiler, cuando los inquilinos aseguran, primero, que en el piso hay muchos desperfectos que el dueño se niega a arreglar, y segundo, que el alquiler va directamente a cubrir una deuda que Manu Tenorio tiene con Hacienda. Por su parte, Manu Tenorio dice que él no tiene ninguna deuda con Hacienda, sino "aplazamientos, como todo hijo de vecino", y que él no es "ni de izquierdas ni de derechas". Esto último ya suena a letra de una canción de Operación Triunfo.
A Manu Tenorio ya lo conocíamos por otros éxitos como "qué absurdo es el feminismo" o "esto es una dictadura soterrada y si no opinas como nosotros te reventamos", pero lo de echar su cuarto a espadas en el bulo de la okupación, en plena crisis de la vivienda y con la tragedia de los desahucios tapada en todos los telediarios, es dar mucho el cante. Si será gordo el desafine que hasta Ana Rosa Quintana, feliz propietaria de 44 pisos turísticos, le ha prestado el altavoz de su cochambrosa tertulia en Telecinco, por si le faltaran tribunas. Al fin y al cabo, Manu Tenorio es uno de esos héroes televisivos prefabricados, predestinados a la gloria, como si, al nacer entre berridos, el médico le hubiera dicho a su madre: "Ha tenido usted un crooner".
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