Es una tradición muy española eso de meter los toros en el sector cultural, junto a la literatura, la música, la pintura, el cine, el teatro y la fotografía. En muchos periódicos españoles suele haber una sección dedicada a explicar cómo un matarife disfrazado de drag queen con lentejuelas le pegó 12 capotazos a un morlaco antes de dejarlo reventado en medio de la plaza como un pinchito moruno. Sin embargo, no se sabe muy bien por qué el espectáculo de masacrar toros se elevó un buen día a la categoría de arte, mientras que no existe una tradición parecida con la costumbre de ahorcar galgos de los árboles o de arrojar cabras de un campanario. Actividades muy españolas también, y mucho españolas.
Lamentablemente, el maltrato generalizado de perros, cabras, gatos, caballos y otros mamíferos superiores nunca alcanzó el renombre de la llamada fiesta nacional, denominada así por ciertas correspondencias metafóricas entre el espíritu hispánico y el toro bravo. Ni Goya dedicó una serie de óleos al ahorcamiento de galgos, ni Hernández escribió un soneto sobre una camada de gatos ahogados al nacer, ni Turina compuso un pasodoble con el que acompañar el vuelo sin motor de una cabra desde el campanario al suelo. Tampoco Orson Welles, Lorca o Hemingway alucinaron con estas raciales demostraciones de maltrato animal. De haberlo hecho, de contar con coartadas artísticas suficientes, tal vez ahora habría también corridas de cabras, se colgarían galgos a la vista del público y los periódicos españoles contarían con una sección de cultura tan gorda como para tener que transportarla en mochila.
Puesto que los toros es la última excepción cultural que nos queda, habrá que promocionarlos antes de que el arte se extinga definitivamente entre esculturas de bebés gigantes y plátanos pegados a la pared con cinta adhesiva. De ahí que Ayuso, tras duplicar el año pasado el presupuesto destinado a los toros en la Comunidad de Madrid, haya decidido insuflar ahora cuatro millones y medio al Centro de Asuntos Taurinos, un millón setecientos mil euros en la Fundación Toro de Lidia y crear un premio de tauromaquia que recompense la sufrida labor de diestros, banderilleros y picadores. Habrá quien piense que ese dineral estaría mejor invertido en acondicionar museos como el Prado o el Reina Sofía, o en promover artes de verdad como la pintura, la escultura, el cine o la literatura, pero eso, aparte de comunismo rancio, es cosa de pintamonas y titiriteros.
En cuanto a la situación desesperada de la sanidad madrileña, con las urgencias colapsadas, más de un millón de personas en listas de espera y más de dos meses de demora en los quirófanos, tampoco hay que preocuparse demasiado: los pacientes siempre pueden contar con que los intervenga un picador o un torero. En muchas residencias de ancianos tampoco cuentan siquiera con un auxiliar de clínica y están contratando a personal sin preparación ninguna, para que vayan aprendiendo el oficio con octogenarios que, a fin de cuentas, se van a morir igual.
Por suerte, Ayuso no es la única adalid de la fiesta nacional en las filas del PP: no hay más que recordar que Mazón nombró director general de Interior a un experto en festejos taurinos el mismo día en que la DANA arrasaba varios pueblos valencianos, eso sin contar que tenía de vicepresidente a un torero de Vox y que invirtió 17 millones de euros en corridas de toros. Nunca hay que olvidar la respuesta de Juan Belmonte cuando un subalterno le preguntó cómo era posible que uno de los banderilleros de su cuadrilla hubiese llegado a Gobernador Civil: "Ya ve usted, degenerando". En el PP saben de sobra que la cultura hay que cogerla por los cuernos. La sanidad, la economía, la política y la medicina también. Valor y al toro.
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