Una querella de Amnistía Internacional en México va a poner una vez más al descubierto las vergüenzas de la justicia española casi cuatro décadas después de que se hiciera público el increíble caso de los bebés robados. Desde los sesenta, se habían cursado docenas de denuncias aunque el putrefacto organigrama del franquismo y los tentáculos de la todopoderosa iglesia católica lograron tapar lo que ya era un secreto a voces. Con la sacrosanta democracia, las cosas no mejoraron mucho. Ahora sabemos que, casi hasta la década de los noventa, miles y miles de bebés fueron robados a sus familias y vendidos impunenemente a otras familias gracias a un complejo entramado mafioso que implicaba a monjas, sacerdotes, médicos, comadronas, enfermeras, abogados, agencias de adopción estatales y altos funcionarios del gobierno.
Desde la infame clínica San Ramón de Madrid, que trabajaba a destajo como una factoría de compra-venta de carne humana, hasta docenas de otros centros hospitalarios repartidos por todo el estado, la iglesia católica comerció y se lucró con el dolor, la mentira, el vacío y el luto. Según un auto instruido por el juez Garzón en 2008, esta infamia se remonta a 1937, con el robo sistemático de menores hijos de madres republicanas en la España franquista, y se calcula que pudo afectar hasta 30.000 niños desaparecidos hasta 1950. Aunque parezca mentira, a esa cantidad habría que sumar otros 30.000 desaparecidos entre 1950 y 1990.
Es difícil calcular el monto del horror porque, como tantas historias en España, la historia de los niños robados estaba envuelta en tinieblas. El mecanismo del secuestro era casi siempre el mismo: madres anestesiadas en la sala de partos a las que les quitaban el bebé para dárselo a otra mujer que estaba en otra habitación y que había fingido previamente un embarazo. La familia adoptiva pagaba una fortuna y, generalmente, creía que estaba realizando una adopción legal. Si la madre auténtica pedía ver a su hijo, los médicos le enseñaban un bebé muerto de los muchos que guardaban en una cámara frigorífica.
Numerosas denuncias fueron acalladas durante la dictadura franquista y otras muchas más desoídas durante la democracia. Sin embargo, el escándalo salió a la luz en 1982, cuando un reportaje fotográfico de Interviu sacó en primicia las espeluznates fotos de los bebés congelados en la nevera de San Ramón y descubrió el espantoso pastel que se ocultaba tras los trapicheos monetarios de curas, monjas y médicos. Había montones de clínicas similares funcionando a toda máquina por toda la geografía española. Sin embargo, casi cuatro décadas después todavía no ha llegado una sola condena. Es más: varias demandas particulares han intentado que las organizaciones religiosas revelaran el nombre de las verdaderas madres, para que los adoptados pudiesen conocer sus orígenes, pero los procesos fueron desestimados o frenados en seco. Cuando le pregunté a uno de los abogados implicados en la demanda, él mismo un niño adoptado en Valencia, cómo era posible, sólo me respondió dos palabras: "Opus Dei".
Este expolio generalizado de bebés no fue, como cree mucha gente, exclusivo del franquismo: se han documentado casos similares en Irlanda, en Australia y en Estados Unidos. Detrás de este horripilante e ininterrumpido crimen está la larga y tenebrosa mano de la iglesia católica, esa gente que ama tanto la vida. Sobre todo, la suya. La monja Sor María Gómez Valbuena, uno de los principales cabecillas de esta red de compra-venta, murió en 2013 antes de que pudiera ser juzgada. Este mismo año se sentará en el banquillo otro de los responsables de este macabro tráfico de seres humanos, el ginecólogo Eduardo Vela. En España la justicia calla de la cuneta a la cuna.
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