Nunca he entendido bien el proceso de la canonización, si es que hay alguien que lo entienda. A San Josemaría Escrivá de Balaguer, por ejemplo, lo hicieron santo gracias a una supuesta curación milagrosa de un traumatólogo que además era fan suyo. Conozco unos cuantos casos de curaciones inexplicables y espontáneas que no tienen nada que envidiarle a la de San Josemaría, por no hablar de la labor de unos cuantos médicos y sanitarios cuya abnegación y humildad a lo mejor no son dignas de un certificado oficial de milagro pero sí del calificativo de prodigio. Lo que pasa, también hay que reconocerlo, es que a Josemaría lo llevaron a los altares principalmente por el milagro de la multiplicación de las pesetas.
Ayer domingo el Papa Francisco beatificó a Juan Pablo I, el pontífice más breve de los últimos tiempos, una ceremonia que es el primer paso hacia su santidad. Tampoco entiendo muy bien en qué se basa esta decisión, aparte de que Albino Luciani, al parecer, era muy buena persona. El pobre hombre no tuvo tiempo casi ni de estrenarse en el cargo: estuvo apenas 33 días en la silla de Pedro, un número cristiano redondo, y su muerte fue tan repentina, extraña y sospechosa que a día de hoy todavía no se sabe muy bien qué demonios ocurrió. Mientras que la tesis oficial es que falleció de un ataque al corazón, su médico personal aseguró que gozaba de una salud perfecta hasta el momento en que lo encontraron fiambre.
La hipótesis del envenenamiento de Juan Pablo I nunca se pudo probar ante la imposibilidad de hacerle la autopsia al cadáver, pero parece respaldada por las reformas e iniciativas que el recién elegido pretendía llevar a cabo, principalmente la tarea de esclarecer ciertos escándalos de las finanzas vaticanas. En su día se habló de una conjura que implicaba al "banquero de Dios", el arzobispo Paul Marcinkus, director de la Banca Vaticana; al secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Jean-Marie Villot, y al director del Banco Ambrosiano, Roberto Calvi. Pero al final no se pudo probar nada: Luciani probablemente había muerto de milagro.
También se rumoreó que altas instancias de la mafia estaban implicadas en el asesinato, un rumor con el que años después Francis Ford Coppola levantó la viga maestra de El Padrino III, una película que, sin volar a la altura de sus predecesoras, cerró la trilogía con un epílogo majestuoso entre los acordes de Cavalleria rusticana. Entre otros detalles, Coppola no se cortó un pelo a la hora de retratar en la película el ahorcamiento del banquero Roberto Calvi, cuyo cadáver apareció poco después de la muerte del Papa balanceándose bajo los arcos de un puente londinense. Resulta también de lo más misterioso que ni un solo representante del Vaticano protestara siquiera un poquito ante la hostia consagrada que presentaba la película.
Para mí, sin embargo, lo más incomprensible del proceso de canonización de Juan Pablo I es que anteriormente ya hicieron santo a su sucesor, Juan Pablo II. En mucho aspectos Wojtyla fue algo así como la antimateria de Luciani: un pontífice que amparó al arzobispo Marcinkus de la persecución de la Justicia italiana, anuló la mayoría de los avances del Concilio Vaticano II, condenó los métodos anticonceptivos y promovió organizaciones religiosas de ultraderecha como el Opus Dei, los Kikos o los Legionarios de Cristo. No se sabe muy bien qué milagro hizo Juan Pablo I aparte de morirse tan de repente, pero si uno lee atentamente Poderes terrenales, la inmensa novela de Anthony Burgess que comienza con la investigación de un supuesto milagro realizado por un Papa imaginario, comprenderá que en verdad los caminos del Señor son inescrutables.
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