Con la prohibición de que las mujeres no puedan hablar, cantar ni emitir sonido alguno en público, los talibanes han hecho realidad el viejo ideal machista de crear un mundo exclusivamente masculino. No sé si alguna vez, en algún período histórico, por remoto que sea, habrá existido en un país, una región o una tribu un paradigma de opresión parecido. Mientras en Occidente nos centramos en los debates de género, cuestionando si hay dos, tres o treinta y siete, los jerarcas barbudos de Afganistán han zanjado el problema decretando en nombre de Alá que género no hay más que uno y que todo los demás son equivocaciones.
El Afganistán del tercer milenio recuerda a aquella novela de Terenci Moix, Mundo macho, en la que el protagonista era secuestrado y transportado a un lugar de pesadilla donde sólo existían varones. Como casi siempre que una fantasía se lleva a cabo, aquella utopía homosexual pronto se transformaba en un espanto, un infierno teñido de sadismo y esclavitud, una distopía difícilmente concebible en la realidad, pero que los talibanes han hecho posible a base de barbaridades, barbas y barbarie, gracias a la generosa ayuda de Estados Unidos. De no ser sencillamente terrorífica, la situación recordaría a aquel chiste en el que un charro mexicano dice que, en su pueblo, todos son muy machos, y otro mexicano le responde: "Ah, pues en mi pueblo somos la mitad machos y la mitad hembras, y no vea lo bien que la pasamos".
Es bastante difícil que, con su nivel científico, los talibanes puedan prescindir en el futuro de la colaboración femenina a la hora de reproducirse, pero, en caso de conseguirlo, entonces ya no tendrían necesidad de mujeres y lo más probable es que las exterminaran a todas. Por las pintas, por las barbas, por la mugre, da la impresión de que se las apañan muy bien con las cabras. Sin embargo, la nota esencial del talibanismo es la alianza entre salvajismo y tecnología: la inverosímil imagen de un pastor de cabras armado de un lanzacohetes. Cuando la CIA no sabía ya qué hacer para ayudar a los muyahidines en su lucha contra el Ejército soviético, los equipó con Stinger, un mísil tierra-aire guiado por infrarrojos y de fácil manejo, capaz de derribar un helicóptero en pleno vuelo.
En Rambo III, una película que se estrenó en 1988, poco antes de iniciarse la retirada de los soviéticos en Afganistán, Hollywood dio carta blanca al apoyo encubierto que los servicios secretos estadounidenses prestaron a los talibanes. Trece años después, en septiembre de 2001, uno de aquellos líderes muyahidines, Osama Bin Laden, les devolvió el favor derribando las Torres Gemelas en el mayor atentado terrorista de la historia. Fue otro contundente símbolo de la alianza entre barbarie y tecnología: rebajar un avión de pasajeros a la categoría de pedrada. Los escombros pulverizados de ambos rascacielos, por no hablar de las miles de víctimas, son una metáfora bastante aproximada de la metamorfosis que ha experimentado el territorio afgano bajo el dominio talibán.
En Orgullo de estirpe -otra película de Hollywood, mucho mejor que aquella bazofia de Stallone- puede uno hacerse una idea de lo que era Afganistán a finales de los sesenta, un país en el que las mujeres podían ir a cara descubierta o estudiar en la universidad. Los derechos de las mujeres, y de la población en general, aumentaron visiblemente tras la instauración del régimen socialista de Nur Muhammad Taraki, aunque no duraron mucho, porque eso de que los hombres y las mujeres fuesen iguales provocó un golpe de Estado instigado por los fundamentalistas musulmanes en el que Rambo, como siempre, se puso de parte de la libertad. Hoy las mujeres afganas viven como canarios en jaulas, sí, pero los talibanes disfrutan de una libertad de la hostia.
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