Esta semana Ayuso interrumpió un instante su habitual hornada de paparruchas, denuestos y dislates para decir una verdad como un templo: que el bar es el epicentro de la vida española, un punto de reunión que cierra heridas, cura traumas, forja amistades y une familias. Familias políticas, incluso. Según ella, no hay nada parecido en el mundo a la vida nocturna española, una afirmación que suponemos habrá comprobado empíricamente, desde las discotecas de Bangkok a las tabernas de Oakland. Ayuso está tan bien informada que se enteró a los veintitantos años, al bajarse del avión, de que en Ecuador hablan español, tal vez porque antes del viaje creía que allí la lengua oficial era el ecuatoriano. "¡Pero si hablamos el mismo idioma!" dijo sorprendida. Lo que ha leído esta mujer no está en los escritos.
Desde antes de que se inventaran el vermú y la cerveza de grifo, desde los tiempos del arcipreste de Hita, la cultura en España gira por, para, en, detrás, dentro y alrededor de estos establecimientos filantrópicos y terapéuticos. A lo largo de más de mil páginas, Don Quijote y Sancho Panza no paran de recalar en ventas donde, aparte de reponer fuerzas y ponerse ciegos, se entrecruzan historias, vidas y destinos. En los bares se han escrito sonetos, se han tramado novelas, se han armado tertulias, se han montado movimientos filosóficos, se han hecho y deshecho generaciones poéticas. Difícilmente alguien, en los últimos años, habrá ayudado más a la cultura que Ayuso mediante el fomento desinteresado de la borrachera alegre, el codazo cómplice, la achispada locuacidad, el alcoholismo lírico.
En eso, como en tantas otras cosas, Ayuso no es más que la prolongación de un partido cuyos próceres, tradicionalmente, han ensalzado el vino a modo de bálsamo y la taberna como centro neurálgico de la actividad política. Mientras se desarrollaba la moción de censura que finalmente lo apartó del cargo, Mariano Rajoy se atrincheró ocho horas en un restaurante, embarcado en una larga y húmeda sobremesa a base de whisky que concluyó a las diez de la noche. Una década atrás, con una jovialidad digna de un goliardo a cuatro patas, Jose Mari Aznar retaba a la Dirección General de Tráfico a que no le dijeran las copas que tenía o no tenía que tomar a la hora de ponerse al volante. Total, había dirigido España lo mismo que el coche.
En cuanto al titiritero que mueve los hilos de la presidenta, Miguel Ángel Rodríguez, todo el mundo conoce su afición por el deporte de la barra libre, hasta el punto de que, con la barba blanca y la pelambre plagada de canas, está sólo a unas pocas merluzas de protagonizar una versión alternativa del clásico de Hemingway: El viejo y el bar. Gracias al pinganillo, las declaraciones de Ayuso casi siempre tienen añada y denominación de origen, pero esto de que el tabernero es también el psicólogo del cliente resuena con la solemnidad de un parte médico. En efecto, al paso que van las listas de espera en la sanidad madrileña, el tabernero pronto será también el traumatólogo, el hematólogo, el otorrino, el cirujano y el oncólogo.
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