Nadie sabe muy bien cuál es el secreto de la fascinación eterna que destila Casablanca. De una obra de teatro jamás representada a un guión donde se cruzaron más manos que en una timba de póker, pasando por un elenco donde Ronald Reagan estuvo a punto de destrozar el papel protagonista y un desenlace que no se resolvió hasta el último momento, el rodaje entero de la película resultó una asombrosa conjunción de accidentes que acabó por cuajar en una obra maestra. Fue un poco como si una mujer atropellada por un tranvía y que encima sufre un choque en la ambulancia que la lleva al hospital, la tuvieran que amputar ambas piernas y zurcirle la cara, y al sacarla del quirófano en la camilla, se les cayera a los enfermeros por las escaleras, y la mujer se levanta, sosteniéndose sobre unos tobillos increíbles y sonriendo con la luz inmaterial de Ingrid Bergman.
Casablanca es un acto de fe donde cada creyente ve lo que quiere. Para algunos toda la película se resume en el conflicto moral de Elsa, esa mujer que tiene que elegir entre dos hombres, el amante y el héroe, y que sabe que, elija lo que elija, va a equivocarse. Para otros consiste en la austera elegancia de un cínico de nacionalidad borracho que guarda el pasado en el vaso de whisky, en las notas de un pianista doméstico y en la terca amargura de un rostro desencantado donde caben la guerra civil española y la lluvia de París. Para otros es Paul Henreid poniéndose en pie para acallar un canto nazi y dirigiendo con el puño en alto la Marsellesa. Yo prefiero a ese capitán francés corrupto y codicioso que se redime con un simple gesto de asco al arrojar a la papelera una botella de agua de Vichy.
Uno de los muchos aciertos de la película es el decorado, esa urbe cosmopolita que es un oasis y un cruce de caminos, una frontera al borde del fin del mundo. La Warner Brothers requisó la ciudad hasta el punto de amenazar a los hermanos Marx con demandarles si pretendían usurparles el título en su siguiente película, Una noche en Casablanca. La respuesta de Groucho merecería haber figurado en una de las réplicas de Bogart o de Claude Rains: "Si persisten en su actitud, nosotros les demandaremos a ustedes. Sepan que nosotros éramos los Marx Brothers mucho antes de que ustedes fueran la Warner Brothers". Al final los abogados de la Warner no supieron qué responder y archivaron la carta y la demanda. Hicieron bien porque no podían registrar la propiedad de un sueño, esa tierra de nadie llena de don nadies de todas partes y ese antro que esconde un refugio de condenados donde siempre será de noche. El poeta Álvaro Muñoz Robledano tituló su último poemario con la última palabra de la que quizá sea la mejor frase de una película rellena hasta los topes de frases memorables, la que pronuncia el escurridizo Peter Lorre con esa tristeza de rata que no puede alcanzar el queso: "Tengo algo que tú nunca has visto: salvoconductos". Al final, para quienes no nos queda otra cosa, la película es precisamente eso, lo que nunca hemos visto, un pasaporte hacia ningún sitio, un paseo hacia la niebla, un recuerdo falso del amor que perdimos, una victoria póstuma de aquella guerra que jamás debimos perder.
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