Del consejo editorial

Ecos de la Segunda Guerra Mundial

Carlos Taibo

El septuagésimo aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial ha permitido que aflore con claridad una visión de lo ocurrido en aquel entonces que obedece al propósito de rebajar sensiblemente el papel que la Unión Soviética desempeñó en la derrota final de la Alemania hitleriana. Si así lo queremos, esa visión tiene tres ejes. El primero, y sin duda el más importante, parece considerar que las nulas credenciales democráticas de la URSS estaliniana obligan a ningunear lo que sus acciones supusieron y a hacerlo en provecho de otros agentes, singularmente Estados Unidos, que conforme a esta percepción presentarían registros impolutos.

El segundo se propone cuestionar que, en términos objetivos, el papel de la Unión Soviética fuese relevante en la derrota final de la Alemania hitleriana, en franco olvido, por cierto, del ingente sacrificio que, en vidas humanas y en infraestructuras, acarreó para la URSS el segundo conflicto mundial. Hace unos años, al calor del enésimo aniversario del desembarco de Normandía, ya tuvimos la oportunidad de comprobar cómo se reescribía el derrotero de la segunda gran guerra en provecho, de nuevo, del papel liberador ejercido por Estados Unidos.

El tercer eje bebe, en estos días, de una legítima contestación del inmoral pacto germano-soviético ultimado en 1939. Pena es que quienes se han entregado a ella prefieran olvidar lo que hacían por aquellos años Francia y Reino Unido, lejos de cualquier suerte de solidaridad con la República española, o los propios mandatarios norteamericanos, durante muchos meses amparados en la idea de que el conflicto que se libraba en Europa era cosa de otros.

Si en un escenario de manipulaciones lacerantes e interesadas –que a menudo abocan en una literal homologación entre el agresor alemán y el agredido soviético– es comprensible la reacción, airada, de los gobernantes rusos, conviene que guardemos las distancias, eso sí, en lo que se refiere a lo que estos últimos alientan dentro de su país. Y es que no deja de ser llamativo que los mismos dirigentes que han aceptado en plenitud las miserias del capitalismo y del mercado propicien en paralelo el renacimiento de un discurso de gran potencia que tiene uno de sus pilares fundamentales en una recuperación acrítica de la era estaliniana. Una recuperación que hunde sus raíces –entendámoslo bien– en un nacionalismo de Estado que prefiere arrinconar los muchos elementos que obligan a repudiar lo que Stalin supuso en la URSS. Y que no le hace ascos, en paralelo, a procedimientos de adoctrinamiento que traban la manifestación de lecturas diferentes de los hechos.

Queda por preguntar, eso sí, a qué obedece el creciente interés que parece suscitar en estas horas, entre nosotros, la Segunda Guerra Mundial. Aunque hay quien dirá que responde a un designio de escapar a las miserias del tiempo presente en busca de noticias y escenarios exóticos –la nieve de Stalingrado, la arena de El Alamein–, no descartemos en modo alguno que las razones sean otras y que por detrás despunte el razonable propósito de tomarse en serio la posibilidad de que un nuevo conflicto de carácter mundial reaparezca en un escenario de zozobra planetaria como este que arrastramos.

Profesor de Ciencia Política

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