José Antonio González Casanova
En Catalunya se ha abierto un importante debate que afecta al fundamento mismo de nuestro Estado de Derecho y al concepto clásico de la democracia constitucional. Una vez refrendado el Estatut, ¿debe prevalecer frente a una sentencia del Tribunal Constitucional que anule alguno de sus preceptos? ¿Tiene legitimidad y autoridad dicho órgano para imponer su decisión jurídica a una decisión política ciudadana? ¿No es antidemocrática tal imposición? Toda democracia constitucional es un sistema de procedimientos reglados (las reglas del juego), pactados por los electores en un documento escrito, norma fundamental de la convivencia política pluralista. Mientras no se reforme o derogue, defender la democracia es defender la Constitución. Todos los ciudadanos y poderes públicos le están sujetos (art. 9.1 CE). El legislador no puede aprobar leyes ni el gobernante tomar decisiones ni los jueces dictar sentencias que la Constitución no consienta. Por tanto, tampoco los ciudadanos pueden refrendar una ley (la que sea) en la medida que infrinja aquella. La Constitución prevalece siempre, como pacto básico de convivencia, sobre cualquier decisión política, pues sólo si las reglas del juego son sagradas se puede seguir jugando en serio y en paz.
Pero ¿quién puede decidir si una ley se adecúa o no a la Constitución? Quien diga ella. Y ella dice desde 1978 que la necesaria defensa del pacto convivente básico recae en un Tribunal encargado de interpretarla en relación con la ley, siempre partiendo de una presunción de inocencia de esta y del carácter abierto y progresista de nuestra Ley suprema, apta para ser interpretada en el sentido finalista de una democracia avanzada. Sus razonamientos son de lógica jurídica estricta, sean cuales sean sus consecuencias políticas. Su legitimidad y autoridad emanan de la propia Constitución y se justifican por su defensa de la democracia. Se podrá dudar de si se dan las exigibles virtudes de sus miembros, pero no de que sus sentencias sean legítimas y autorizadas. Todos los poderes públicos están obligados a cumplirlas (no sólo acatarlas) (art. 87.1 LOTC). Contra ellas no cabe recurso alguno (art. 93.1) ni consultas sobre su aceptación (art. 38.1; 87.1 y STC 103/2008).
Con todo, la indudable prevalencia jurídica del Alto Tribunal sobre el refrendo ciudadano no evita el conflicto político si su sentencia anula determinados preceptos del Estatuto. El gran jurista alemán Otto Bachof advertía que "el juez constitucional no puede ni debe perder de vista las consecuencias políticas de sus sentencias". Esta fue la razón del recurso previo de inconstitucionalidad que, según García de Enterría, "trataba de evitar la aprobación referendaria de un Estatuto, que haría políticamente más onerosa su invalidación ex post por motivos de inconstitucionalidad que su bloqueo previo". Pero fue ese bloqueo el que practicó entre 1979 y 1985 Alianza Popular frente a leyes progresistas de UCD y del PSOE y amenazaba los proyectos de estatuto de Extremadura, Madrid e Islas Baleares. Se derogó por tal motivo y, en 2006, el PP propuso su retorno. De haberlo logrado, el Estatut catalán llevaría ahora sin vigencia un mínimo de tres años. A Catalunya, en cambio, le favoreció el recurso previo a la famosa LOAPA, pues el TC anuló sus efectos antiautonómicos, si bien su nombre fue siempre enarbolado como arma electoral por los nacionalistas como si se hubiese aplicado.
Casi todos los partidos catalanes piden una reforma que impida al TC tocar ni una coma de un estatuto ya refrendado. Pero, sin una reforma constitucional previa, no se evitaría un posible aluvión de recursos posteriores que denuncien alguna presunta vulneración. El argumento mayoritario de que el Estatuto consagra un pacto político entre Catalunya y España es una verdad a medias y no afecta a su juricidad. Es verdad, sin duda, como todo acuerdo legislativo entre partidos políticos, pero no lo es del todo porque, como afirma el presidente Montilla, "toda comunidad autónoma es Estado". No hay una soberanía catalana que se enfrente o pacte con la española (Parlament y Cortes Generales), ya que la primera es parte alícuota de la segunda y, en las Cortes, buscaron acordes la constitucionalidad de una ley orgánica del Estado propuesta por el Parlament. Tal acuerdo se hizo en defensa democrática de la Constitución y para que el TC, en caso de que se recurriera, tuviera razones para ratificarlo.
No debe prosperar, pues, la idea de que lo político puede prescindir de lo jurídico. En un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), la única garantía de que la política respeta las reglas de convivencia y de que ningún poder, público o privado, se impone antidemocráticamente son la Constitución y las leyes que no la vulneren. Lo jurídico es justo lo más político e indiscutible. Cabe su interpretación, su reforma o su derogación, pero en todo caso sigue siendo la base del Estado, y el TC, su máximo defensor, es básico en esa base. Si pierde autoridad ante los ciudadanos, el Estado y la democracia constitucional se resquebrajan. Por eso, la frase de Rajoy ante el Estatuto catalán "España se rompe" la niegan tres años de vigencia sin tal ruptura y es sólo aplicable al propio intento del PP de provocar una sentencia perjudicial para Rodríguez Zapatero aunque violase la neutralidad del Tribunal. Eso sí fue intentar la ruptura del Estado español por su piedra angular. No se me ocurre otra forma de que el TC recupere su prestigio roto que la de no declarar nulos los artículos interpretados por un sector de los jueces como inconstitucionales, sino contrarios a la Constitución sólo en el caso de que se interpretasen como hace dicho sector. Podría alcanzarse la unanimidad que tanto el Tribunal Constitucional como el Estatut de Catalunya bien se merecen.
José Antonio González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional y escritor
Ilustración de Javier Jaén
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