BENJAMÍN FORCANO
Se trata de la guerra civil, la del 36, en la que todos los españoles nos vimos implicados. Nadie podía quedar al margen de una España partida en dos. Se han escrito muchas cosas sobre el tema que, en general, han servido para hacer luz y restañar heridas de aquel trágico momento de nuestra historia.
Miramos a un pasado que nos pertenece. Lo importante es descubrir las causas que nos llevaron a la extraña locura de matarnos los unos a los otros.
Hablo de causas porque ni lo que entonces ocurrió, ni lo que ahora está ocurriendo, se explica sin ellas. Fue así, pero hoy ya no debiera serlo. En el fondo, el drama era antiguo y volvía a repetirse: la exclusión de unos por otros, dando a unos como buenos y a otros como malos.
Nunca una convivencia plural y libre, convencidamente respetuosa y pacífica, explota en aniquilación del contrario. El veneno que mata es la intransigencia. Si se llega a afirmar que sólo mi verdad tiene derecho a existir, entonces el otro, con su verdad negada, está condenado a morir.
Así ayer. ¿Así también hoy?
Seguimos en la pelea de que España sólo hay una, de que los españoles auténticos son católicos, neoliberales y de derechas; no republicanos, ateos, agnósticos o de otras religiones, ni socialistas ni de izquierdas. Ésa es la doble España, la España que sustenta la exclusión y la imposibilidad de una convivencia plural ideológica, religiosa y política.
La España en dos sigue, porque no hemos llegado a hacer nuestro lo positivo de la modernidad, lo que son derechos de la persona: derecho sagrado y primero a vivir, a vivir en democracia, con pluralismo, con igualdad y libertad, con fe o ateísmo, con libertad de culto y de conciencia.
El hombre es libre para pensar, para pensar disintiendo, y las ideas jamás se imponen. Un pueblo sojuzgado, uniformado, sin derecho a pensar y disentir, no es adulto, no es libre, no es moderno.
Entiendo así que muchos de los planteamientos con ocasión de la Ley de la Memoria Histórica van a ser irritantes y estériles, por más que se diga que no se trata de señalar culpables o inculpables, vencedores o vencidos. Desdeñando entrar en lo de culpables o inculpables, se trata ahora de otra cosa, de una conversión llevada a la raíz: de pedir perdón por haber sido excluyentes, por habernos considerado poseedores únicos de la nacionalidad, de la verdad, de la religión, de la salvación. Llevar en la frente la marca de heterodoxo, de antinacionalista, de hereje, de disidente era estar sentenciado a muerte. Este malo predeterminado y esta maldad predeterminada no tenían cabida en la sociedad. Y la sentencia la daba siempre una parte, lo que equivalía a que la otra se retractara o fuera aniquilada. Por ser, además, voluntad de Dios.
El examen es aquí fundamentalmente colectivo. Nos faltaba la premisa de reconocer al otro el derecho a vivir y a expresar libremente su verdad.
Faltaban las premisas y eran previsibles los efectos: ¡con nosotros o con ellos! Y si con nosotros, contra ellos. Y si con ellos, contra nosotros. O nacional-católico o al infierno. U ortodoxo y obediente hasta las gachas o al infierno. La responsabilidad individual quedaba deglutida por la omnipotencia de la ideología sacralizada.
Es indudable que hubo un condicionamiento colectivo que nos predispuso y enajenó hasta llegar a donde llegamos. Luego, unos perdieron, otros ganaron; unos pudieron reafirmar sus ideas y dominar la escena pública y otros soportar humillados la clandestinidad: triunfantes o prohibidos. Y, así, todos metidos en la loca y excluyente espiral de la violencia.
Hay que pedir perdón por la brutal persecución que ejercimos unos y otros sobre la otra parte: odiamos y nos odiaron; despreciamos y nos despreciaron; excluimos y nos excluyeron; matamos y nos mataron.
Hay que pedir perdón, confesar haber estado equivocados y arrepentirse por el absolutismo de ambas partes. Perdonar y que nos perdonen. La educación y fe recibidas estaban mal enfocadas, asentadas en presupuestos de dogmática exclusión.
El presente y el futuro nos exigen un cambio radical de presupuestos: somos hermanos, no lobos; amigos, no enemigos; buscadores, no poseedores de la verdad; racionales, no pistoleros de la verdad; iguales, no inferiores; buenos españoles, aún sin ser católicos.
Lo pasado se puede remediar en lo que fue causa de tanto desvarío y ruina.
Cambiar las causas es evitar las desgracias del pasado y preparar un nuevo clima y escenario para una convivencia justa, libre y pacífica.
La guerra muere, matando las causas que la provocaron.
Los "rojos" mataron a muchos creyendo que tenían razones para hacerlo, y se equivocaron. Los "nacionales" mataron a muchos creyendo que tenían razón para hacerlo, y se equivocaron. La jerarquía eclesiástica apoyó el golpe militar, dándole un carácter de cruzada, y se equivocó. Los vencedores ejercieron una depuración masiva y cruel, y se equivocaron. Nos equivocamos restaurando el mérito y honor de los caídos en un bando y olvidando y denigrando el mérito y honor de los caídos en el otro.
¿Beatificación de los mártires de la cruzada? ¿Reivindicación y homenajeamiento de los que, asesinados, fueron deliberadamente olvidados y menospreciados?
Reconocimiento, ahora ya, de todas las víctimas, en altares sagrados o profanos, con elevación a la gloria de Bernini o a otra gloria civil cualquiera, pero sin ninguna manipulación de las víctimas, desterrado para siempre el veneno mortal que nos lanzó los unos contra los otros.
Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo
Ilustración de Iván Solbes
Comentarios
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