Dominio público

Rebajas fiscales a gogó

Juan Francisco Martín Seco

JUAN FRANCISCO MARTÍN SECO

14-12-07-internet.jpgEl peor mal que hoy aflige a la política –política en sentido amplio– es su hipocresía. Casi nadie se cree lo que dice y todos, absolutamente todos, sean cuales sean sus intereses e ideología, disfrazan su discurso de altruista y filántropo. En este "todos" no se encuentran solos los políticos en sentido estricto, los profesionales de la política, sino cualquiera que desde distintas plataformas pretenda indicar las normas y principios sobre los que se debe asentar la sociedad.

Que haya personas, partidos, asociaciones o gobiernos que aboguen por la reducción de impuestos no tiene nada de extraño, lo insultante es que pretendan convencernos de que esa medida beneficia a todos los ciudadanos o que puede realizarse sin coste alguno. Nada tiene de sorprendente que el Partido Popular propugne rebajas fiscales, otra cosa es que también lo haga el partido socialista y que encima intente persuadirnos de que es una postura progresista.

Con la imposición se produce un cierto espejismo social; se considera que las bajadas de tributos son gratuitas. A nadie ciertamente le complace pagar impuestos, pero estos, al igual que los gastos públicos, no pueden juzgarse aisladamente abstrayendo de las otras partidas presupuestarias.

Cuando en época electoral un partido promete determinados gastos sociales, inmediatamente se le exige que calcule su coste y que diga de qué manera piensa financiarlo, bien mediante la reducción de otros gastos, bien mediante el aumento de impuestos, bien a través de incrementar el déficit público. Tal demanda parece lógica y consistente. No se entiende, sin embargo, que no se plantee la misma pregunta cuando se trata de rebajar impuestos. También entonces habría que cuestionarse cómo se va a financiar la rebaja prometida. A qué gastos se va a renunciar o qué otros gravámenes piensan elevarse, o si más bien se va a permitir que se incremente el déficit público. En realidad, el tema podría plantearse de otro modo: ¿a qué destinos alternativos podrían orientarse los recursos empleados en la rebaja impositiva? Es lo que los economistas solemos llamar coste de oportunidad.

El Partido Popular va a proponer en su programa electoral otra rebaja impositiva. La propuesta es aún tan ambigua e indefinida que resulta imposible su análisis. No obstante, lo que desde ahora se puede calificar de inadmisible es esa pretensión de negar lo evidente: el que la recaudación será menor. Es un latiguillo usado con profusión ya en las anteriores reformas. Con tal finalidad se barajan dos pseudoargumentos, el de la reactivación de la economía y el de la disminución del fraude.

Se acepta como axioma que la reducción de los impuestos producirá una reactivación económica que a su vez incrementará la recaudación (curva de Laffer). Y es que tratándose de impuestos, los neoliberales se vuelven todos keynesianos, pero keynesianos chapuzas e incoherentes. Según Keynes, para practicar una política expansiva no es suficiente reducir los impuestos o incrementar los gastos. Se precisa, además, que tales medidas no se compensen con otras de signo contrario, lo que implica incrementar el déficit público y que su financiación se lleve a cabo mediante la ampliación de la masa monetaria. Siempre que exista capacidad económica ociosa, tal política no tiene por qué traducirse en una mayor inflación, sino en crecimiento económico y en creación de empleo.

Se puede estar o no de acuerdo con estos planteamientos, pero lo que no parece de recibo es cercenarlos y asumir exclusivamente una parte –la que nos interesa–, porque lo único que se consigue con ello es acabar defendiendo posiciones absurdas. La razón del error se encuentra en no considerar el coste de oportunidad de reducir los tributos, como si los recursos orientados a tal fin descendiesen del cielo. Porque si no se quiere aumentar el déficit público, es evidente que los fondos destinados a la rebaja impositiva no pueden asignarse a otras finalidades como pensiones, desempleo, obra pública, etcétera, con lo que el efecto expansivo o contractivo dependerá tan solo de cuál sea la mayor o menor virtualidad de estas partidas a la hora de expandir la actividad económica. No parece que el recorte de impuestos a los empresarios y a las clases altas sea la medida que disfrute de ventaja en esta comparación, tanto más cuando se supone que evitar o no la recesión va a depender del comportamiento del consumo. Habría que preguntarles por qué no proponen estimular la actividad económica incrementando la cobertura y cuantía del seguro de desempleo, aumentando el importe de las pensiones públicas, dedicando más dinero a la sanidad o realizando más obra pública.

En cuanto a la explicación de que se reduce el fraude, resulta bastante ridícula y difícil de creer. Mientras el nivel de los impuestos sea considerable, y no puede ser de otra forma en una sociedad moderna, siempre existirá incentivo para defraudar y se defraudará si la conciencia fiscal de la sociedad y la administración tributaria no lo impiden. El argumento sería similar al de propugnar la abolición del Código Penal con el fin de acabar con la delincuencia.

Por supuesto que en ese tartufismo político y económico nadie confesará que la finalidad de rebajar los impuestos es favorecer a los colectivos de ingresos elevados. Todos asegurarán que quieren beneficiar a las clases bajas y medias, pero lo cierto es que los impuestos que se reducen o se pretenden eliminar son los progresivos y los que afectan a las rentas de capital y a los empresarios: IRPF, impuesto de sociedades, de patrimonio, de sucesiones. Es significativo que todas estas reformas conciten el aplauso de las fuerzas económicas y empresariales. Hay que ver cuántos benefactores de los pobres existen.

Juan Francisco Martín Seco es economista 

Ilustración de Patrick Thomas 

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