JOSÉ A. GLEZ. CASANOVA
El increíble caso del juez Garzón, alguacil alguacilado por tres bandas, hubiera dado pie a una de las mejores piezas del teatro esperpéntico de don Ramón María del Valle-Inclán. Según los diccionarios, un esperpento es una cosa mal hecha, una persona fea o ridícula, un disparate, y equivale a mamarracho o a birria. Como forma teatral, es la más adecuada para expresar el sentido trágico y, a la vez, grotesco de la realidad histórica de España. Para don Ramón, dicho sentido sólo podía expresarse con una "estética sistemáticamente deformada", algo similar al guiñol, el teatro para muñecos, con sus títeres y marionetas. Su objeto preferido es la historia patria (guerras carlistas, coloniales, dictadura de Primo de Rivera...), los mitos hispanos tradicionales (el honor, el donjuanismo) y la pérdida o corrupción de los valores morales, con el encanallamiento progresivo de la sociedad española. Sus técnicas más usuales consisten en crear una sensación de caos y de irracionalidad en situaciones y conductas que hoy calificaríamos de surrealistas o kafkianas, y presentar ciertos comportamientos humanos como propios de fantoches o peleles. Cuando hace hablar a algún personaje público con lenguaje plebeyo, se burla del populismo demagogo de ciertos politicastros y de la zafiedad innata de una clase media encumbrada.
El ciudadano español, aun sin saber tal vez quién fue Valle-Inclán, ha tenido ocasiones sin cuento de asistir a esperpentos nacionales, protagonizados, sobre todo, por nuestra derecha castiza y rancia: desde el anecdotario personal de sus más conspicuos dirigentes hasta sus repetidas estrategias goebbelsianas (como la de acusar al adversario de comportarse igual de mal que ella). Por cierto, ese truco esperpéntico lo inventó Franco al fusilar por el delito de rebelión militar a los que por decencia democrática se opusieron a la que él encabezó. El ciudadano sensato no puede menos que reír (por no llorar) al leer las grotescas ocurrencias con las que la derecha, en su desfachatez, pretende capear su carencia de principios morales. Son todo un sarcasmo, es decir, una burla cruel (Garzón ha calificado así la maniobra que intenta acabar con su carrera), especialmente cuando hay víctimas indefensas, como ocurrió con el Prestige, el Yak-42 y el
11-M. El esperpento no decae con el serial Gürtel o, últimamente, con la defensa patriótica de la tauromaquia frente al separatismo catalán. Pero si lo que está en juego es el eje del Estado –es decir, la justicia y quien debe administrarla–, lo esperpéntico oculta, tras lo grotesco, lo trágico.
No es nada extraño, pues, que el juez Garzón esté siendo acosado por tres bandas: la Falange, el Partido Popular y un grupo de magistrados del Tribunal Supremo. El régimen de Franco dejó en herencia, bajo los fundamentos del Estado de Derecho, una bomba de relojería con pinta de esperpento.
José A. Glez. Casanova es catedrático de Derecho Constitucional y escritor
Ilustración de Jordi Duró
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