El movimiento feminista ha reforzado su influencia social. Sus demandas básicas son apoyadas por una amplia mayoría cívica, especialmente entre mujeres. Hace un año, con ocasión del éxito de la movilización feminista en torno al 8 de marzo, escribí un artículo titulado Nueva marea por la igualdad (Público, 15/03/2018). Valoraba la conformación de una nueva marea social plenamente justificada frente a la discriminación de género, el acoso machista, la brecha salarial y la desigualdad social y laboral. Y señalaba su impacto sociopolítico transformador ante la evidencia de los límites de la gestión institucional y judicial. Incluso leyes positivas como la de Igualdad entre hombres y mujeres (2007) y Contra la violencia de género (2004), tras más de una década de aplicación, han dejado ver sus insuficiencias, al quedarse en medidas parciales, en la retórica o en simples gestos punitivos.
Persiste la conciencia mayoritaria de injusticia por la amplia desigualdad de género y la percepción de la consolidación del feminismo en la sociedad. Son ilustrativos de ello los resultados demoscópicos de la consultora 40db valorados por Belén Barreiro (CTXT, 27/02/2019): El 82% de la ciudadanía cree que hay desigualdad entre mujeres y hombres en todos los derechos.
El feminismo tiene numerosos retos por delante para el fortalecimiento de su impacto transformador de relaciones sociales y estructuras institucionales machistas. A pesar de la masiva sensibilización feminista, este año no se han producido avances significativos frente a esa realidad discriminatoria y sí nuevos riesgos de involución derivados de la regresión de las derechas. El proceso de este nuevo 8 de marzo está demostrando su capacidad unitaria, expresiva y movilizadora, la exigencia de reconocimiento y derechos de las mujeres (y personas LGTBIQ) y la articulación de unas demandas cívicas por una igualdad fuerte y efectiva.
Un debate teórico vivo y plural
La teoría suele ir por detrás de la experiencia. En este texto, como contribución al debate, apunto varias reflexiones de carácter más teórico que laten en diversas controversias feministas. De entrada, considero que no existe un feminismo o una ortodoxia sobre el ‘auténtico’ feminismo. Hay pluralidad de feminismos, una diversidad de influencias político-ideológicas, distintos enfoques, prioridades y énfasis. Como punto de partida, además de considerar el contexto social y político, me voy a referir a tres libros feministas, aparecidos en estos meses, cuyas aportaciones me parecen de interés para avanzar en la discusión hacia un feminismo crítico y popular: Leonas y zorras. Estrategias políticas feministas de Clara Serra (ed. Catarata); Género y coeducación de Carmen Heredero (ed. Morata), y Contra el patriarcado. Economía feminista para una sociedad justa y sostenible, de María Pazos (ed. Katakrak).
Son significativos por su orientación democrática y transformadora del actual orden social y político neoliberal y patriarcal. Se inscriben en una perspectiva progresista del cambio sociocultural, económico-laboral y político-institucional. La primera, desde la filosofía política, se adscribe a la tradición del republicanismo cívico y se centra en la ‘politización del deseo’ y la conformación de la identidad femenina; la segunda, desde el ámbito educativo, explica la relación entre género y educación, defiende la coeducación en una escuela pública y mixta, y es partidaria de una democracia social avanzada e igualitaria; la tercera, desde la economía, prioriza la eliminación de la división sexual del trabajo, propone una serie de reformas socioeconómicas y fiscales, teniendo como referencia la socialdemocracia escandinava.
Por tanto, con el objetivo de la emancipación femenina y la acción por la igualdad de género se enfrentan al problema del cambio político e institucional de progreso, a la defensa de los derechos sociales y el refuerzo del Estado de bienestar, a la transformación democrática del poder y la dominación, a una política de reformas sociales, culturales, económico-laborales e institucionales democratizadoras y progresivas; es decir, a la combinación del avance universalista de libertad y de igualdad con el empoderamiento de las mujeres y el refuerzo del feminismo.
Más allá de las dicotomías dominantes en el pensamiento feminista en estas décadas, a veces simplificadas, entre distribución (igualdad material, protección pública, perspectiva socialista y de clase o anticapitalismo) y reconocimiento (identidad, autoafirmación o diferenciación cultural), se trata de profundizar en una vía integradora hacia una estrategia emancipadora e igualitaria del estatus social de las mujeres y la eliminación de todo tipo de discriminaciones, ventajas y privilegios entre los seres humanos.
Una autora de prestigio, Nancy Fraser (Fortunas del feminismo), con una perspectiva anticapitalista y estructuralista, habla de ‘paridad representativa’ como estatus igualitario entre hombres y mujeres; sería una alternativa superadora del feminismo liberal (y la mercantilización neoliberal) y del feminismo socialdemócrata (y la simple protección social pública con la que, según ella, habría que pactar). Otra feminista influyente, Judith Butler (Deshacer el género), con un enfoque más constructivista y culturalista, pone el acento en la problemática de la identidad de género, o mejor, de los procesos variables y heterogéneos de identificación y la diversidad del sistema sexo-género, sin determinismos biologicistas. Forman parte de las propuestas del feminismo progresista actual.
A vueltas con la identidad
Por mi parte, apunto la importancia de realizar un análisis concreto de las relaciones sociales y una interpretación realista, sociohistórica y multidimensional de la interacción de dos parejas de componentes clave que fundamentan la teoría feminista.
Por un lado, las estructuras de poder o, mejor, de los poderes y élites dominantes realmente existentes y su imbricación (capitalismo/Estado/patriarcado), respecto de su relación con la conformación del sujeto de cambio feminista, con el concepto identidad (individual y colectiva).
Las identidades, frente a los esencialismos deterministas, se construyen social e históricamente; son diversas, variables y contingentes. En particular, la identidad de género no se basa solo o fundamentalmente en los afectos o deseos, en la subjetividad, sino que incluye un reconocimiento propio y ajeno del estatus social individual y grupal, su comportamiento y su interacción según los contextos; es decir, expresa un significado social, no solo cultural.
Por otro lado, la insuficiencia de la dicotomía razón/pasión (o deseo) para elaborar una estrategia emancipadora sin considerar suficientemente la posición social concreta de dominación/subordinación de las mujeres reales en sus contextos y la ciudadanía en general.
Sobre la dicotomía en ambas relaciones -poder/identidad y subjetividad/posición social- hay mucha y contradictoria literatura en ciencias sociales y estudios de género y numerosas polémicas políticas y filosóficas que no trato ahora. Detrás de ello, en términos sociopolíticos, está la definición del sentido del movimiento o corrientes feministas y su relación con otros procesos igualitarios.
Solamente comento un aspecto referido al carácter o identidad del movimiento feminista. Es usual, sobre todo en el ámbito anglosajón, la clasificación de los llamados nuevos movimientos, particularmente el feminista, como culturales. El movimiento feminista es el que más ha desarrollado los componentes de la subjetividad, no solo de los afectos sino del conjunto de rasgos culturales, con el cambio de mentalidades y la afirmación personal. Pero esa catalogación es unilateral al infravalorar el doble componente social constitutivo también de la identidad.
Por una parte, el objeto al que responde es una relación social de discriminación y/o subordinación de las mujeres, a la que corresponde un proyecto y una dinámica de un cambio político-social y personal de esa desigualdad impuesta por una relación de poder o dominación. La problemática cultural (mentalidades, emociones, deseos), infravalorada por las corrientes tradicionales estructural-funcionalistas, es fundamental; pero debe estar conectada con la otra parte de la realidad concreta de las mujeres: su estatus y relación social. O sea, con la experiencia y la participación en los cambios igualitarios (o regresivos) de hábitos, costumbres, opciones sexuales, relaciones interpersonales y familiares, así como respecto de su situación en las estructuras sociales, económicas, políticas y simbólico-culturales.
Por otra parte, el sujeto, la activación cívica de las mujeres y la conformación del propio movimiento adquieren una relevancia social (también cultural y política), puesto que suponen una interacción y una transformación de las relaciones sociopolíticas y personales, incluido el apoyo mutuo, la afinidad comunitaria y el sentido solidario. El cambio de estatus y el reconocimiento identitario, particular y grupal, se realiza a partir de esa experiencia relacional, vivida, interpretada y mediada por la cultura y las instituciones.
Ambos aspectos, subjetividad y relación social, constituyen el sentido de la emancipación femenina (y de las personas discriminadas) y la acción por la igualdad real, fundamentos e identidad del movimiento feminista.
Por tanto, el movimiento feminista es un movimiento ‘social’, no solo o principalmente cultural. Respecto de la realidad concreta de las mujeres, en el carácter social de la acción feminista se encuentran los componentes (materiales) económico, distributivo, de protección pública, institucional, étnico-nacional y de clase, aspectos que también tienen los ‘viejos’ movimientos sociales; pero lo destacado de su carácter social es, sobre todo, su estatus relacional directo que incluye una posición subalterna en la división sexual del trabajo, con la prioridad impuesta a su papel preferente en la reproducción social y la tarea de cuidados, y en el resto de las estructuras sociales, institucionales y familiares.
En consecuencia, el punto de partida para transformar es la situación específica de desigualdad, opresión o subordinación de las mujeres que es una relación social de desventaja y marginación. La definición como movimiento cultural valora la identidad basada, sobre todo, en los rasgos psicológico-culturales, por lo que la exigencia transformadora del reconocimiento personal y público solo se quedaría en ese componente cultural, sin modificar el resto de su posición social de subordinación. Por tanto, reconocimiento e identidad feminista adquieren todo su sentido cuando se integra la subjetividad junto con el estatus y los vínculos sociales, en una dinámica más completa, interactiva y multidimensional: la práctica relacional y de cambio cultural (vivida, interpretada y soñada) superadora de las relaciones de dominación o discriminación que padecen. En esa medida, se forma una identidad sociocultural y política más realista, igualitaria y multilateral.
Comentarios
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